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obstinadamente el blog menos leído del internet

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24.9.12

Varekai


quella noche, bajo la inocente carpa de un circo, se maquinaba una conspiración. Entre murmullos y a media luz se armaba una fiesta a la cual la lógica castrante de los imposibles no estaba invitada. Sentados – todos cómplices –  en semicírculo y coronados por los mínimos fuegos de las lamparitas no se podía ocultar la ansiedad.

Al fondo se veían decenas de tubos metálicos que hacían las veces de un bosque. Cuando se decretó la fantasía, emergieron de este follaje las creaturas mágicas que se robarían la noche. Su desfilar parsimonioso sobre las tablas construía un ambiente de kafkiana complicidad con lo monstruoso. Hombres-lagarto, hombres-planta, faunos –maquillados bajo todos los colores – tendían sus manos, o sus garras, a nuestra emoción y prometían ponerla desnuda en escena.

Todo empezó cuando cayó una pluma, y tras ésta, Ícaro. El soberbio hijo de Dédalo, fracasado su intento de volar, cayó en un bosque. La sabiduría de su padre no fue suficiente para reanimarlo. Un fauno se hizo con las alas de Ícaro, y fue ese el momento en que en una explosión de acrobacias el bosque despertó al frenesí de violines gitanos. En el centro de la escena los cuerpos saltaban, se retorcían, volaban; se confundían brazos y piernas, porque ningún brazo podría tener semejante fuerza, ni ninguna pierna semejante tacto. El público se separó de sus asientos; capaz sin darse cuenta de que, trepados en esos árboles metálicos, había toda una fauna humana que lo contemplaba con vegetal paciencia.

Los juegos icarianos –ese clásico del circo que hoy ya no se practica más – volvieron, magníficos; y pusieron a volar, como frágiles veletas en un huracán, a dos hercúleos acróbatas. El voltaje aumentaba, anticipando la apoteosis. El fuego, que es luz sangrante, pintó el lienzo de rojo, y en él se dibujó de nuevo el ritmo vital de la música gitana. El público era un monstruo terrible de miles de corazones, de ojos, de venas, de tendones y músculos palpitantes. Las palmas resonaban brutales y sedientas de más, de más saltos, de más baile, de más sacrificio. Avivado por el olor de las llamas, se levantaba el Coliseo pidiendo sangre. La vida, a esa intensidad, se confunde con la muerte.

Un respiro era necesario, porque la vida se te iba. Como se le iba a Ícaro, que ahora caía en el mar. De acuerdo con el mito, su cuerpo es raptado por Poseidón y escondido en las profundidades del océano. Ahí se encuentra con Hefesto, el dios cojo, aquí en muletas; muletas que eran alas para la acrobacia. En la a veces inescrutable mitología griega, la figura de Hefesto, el dios herrero y artesano, es continuamente relacionada con Dédalo, el gran inventor y padre de Ícaro. En dos versiones del mismo mito se los considera a ambos como los creadores de Talos, el gigante de bronce protector de la isla de Creta. Hay incluso quien asegura que “Dédalo” no es más que otro epíteto que recibe el dios.

De vuelta en el bosque, Ícaro encontró a una mujer que lo sedujo con sus contorneos. Un cuerpo tan caprichoso, que se dobla, se disocia, se eleva y se evapora; tan invulnerable a los dictados de la física, sólo podría ser el cuerpo de una diosa. Esa misma diosa que le enseñaría a Ícaro a volar de verdad, sin artilugios falibles. Recuperada la capacidad de volar, tanto Ícaro como la misteriosa mujer del bosque mudaron sus vestiduras y se volvieron seres diáfanos, casi divinos. La corte que acompañó a la pareja en su último paseo es la misma que acompañaba a Hefesto. A diferencia de su maestro, a estos ayudantes les sobraban piernas y alas. Columpios que daban vueltas completas –como en los sueños de todo niño – lanzaban por las alturas a estos seres rojos que se suspendían, se detenían y volvían a saltar, sin bajarse nunca del aire. Era el final.

El aplauso al arte más que de felicitación es de gratitud.

Al salir de la carpa el suelo ya no era tan pesado.


4.8.12

Reflexiones sobre la vieja de abajo


os argentinos tienen un don natural para la música, para el chamuyo y, más que nada, para el insulto. Un día cualquiera en la city porteña podría resumirse así: un músico prodigioso tocando en las sucias entrañas del subte, como un flautista de Hamelín venido a menos; una conversación amplia como el Río de la Plata abarcando todos los temas de actualidad, notablemente comprimidos para que quepan en lo que dura un viaje en colectivo; un motociclista con algunos piercing de más desgranando el producto de su creatividad insultante sobre el busero de turno. El bombardeo de insultos suele empezar o terminar con los clásicos la puta que te parió y forro, pero siempre dejan espacio para la creación coyuntural y propia de frases hirientes – creación que en estos lares bordea (¿o trasciende?) lo artístico. No nos ocuparemos de las retahílas de insultos que, por su carácter efímero y espontáneo, se los dejamos al disfrute de los heroicos sobrevivientes de Buenos Aires. Vamos a hablar sobre el argentinísimo término amargo. Tiene una connotación similar al tradicional amargado, pero el matiz que los diferencia es lo que engrandece y potencia a la versión rioplatense. Tras realizar esta acotación empezamos a sospechar que el título de este escrito nada tiene que ver con el tema a tratar. O tal vez sí.

La superioridad del término amargo radica en que es mucho más punzante y penetrante que su rival. Nos canta una verdad mucho más negra, y tratándose de insultos esto es capital. Una persona puede estar amargada como puede ser amargada. El verbo estar denota un estado, y como sabemos, un estado es algo transitorio, pasajero y finito, algo a lo que se accede para luego salir: un viaje de ida y vuelta. El amargado, esa persona que está amargada, de un momento a otro podría dejar de estarlo, condenando al absurdo a nuestro insulto. Esta debilidad parecería compensarse cuando se dice que Fulanito es un amargado. Sin embargo, acá quien falla es el término en cuestión. Amargado, siendo un adjetivo importado del mundo de los participios, no puede exonerarse de las reglas que rigen a estos. Los participios, por definición, designan una acción que se inició y se culminó en el pasado. Decir que Fulanito es un amargado podría actualizar el valor del adjetivo – ya que se utiliza el verbo ser en tiempo presente – pero se engendraría un fenómeno digno de ser tomado en cuenta. Ser un amargado – desmenuzando la frase – querría decir que se es o se fue un tipo muy malo. Pero sería también darle una partida de nacimiento a ese tipo malo. Algo en su pasado ocurrió para que se volviera malo. Algo lo amargó. Esto, de cierta forma, lo exime de culpa. Lo humaniza y lo vuelve más susceptible al abrazo que al empujón. Es la misma historia que los antiguos villanos de la televisión: tipos buenísimos que la sociedad pervirtió.

Estar unos días amargados es algo natural y hasta necesario para imprimirle movimiento a nuestras humanas vidas. A cualquiera le puede cambiar el humor una derrota de su equipo de fútbol, un mal día en el trabajo o una pelea con la novia. Pero esas son cosas pasajeras: hasta el más malo gana alguna vez, hasta la más empecinada rutina se cansa de ser siempre una mierda y los amores son una fiebre loca que viene y va. Estos avatares son momentos de purificación para los amargados. Es el fin de la cuarentena y el retorno del apestado a la neutra sociedad. Los amargos, por su parte, no corren la misma suerte. Un amargo es un amargo; nació amargo, y como el verbo lo indica – el verbo ser, que denota una condición – morirá amargo. El adjetivo amargo es un término que no marca una temporalidad, se mantiene eternamente válido y, como forjado en acero quirúrgico, no pierde su filo. Un tipo amargo es esa persona que nació aburrida y que viene cargando esas cadenas tanto tiempo que ya las volvió extensiones suyas, como prótesis; el suyo es un aburrimiento existencial. Necesitan de su amargura para vivir, es su motor, y nunca tienen problemas con el combustible, ya que las ganas de joder son renovables. Señalar a alguien como amargo es descubrirle su ascendencia, es recordarle el gris papel que la fatalidad le deparó y del que difícilmente se podrá librar. Lo tranquilizador – para cuando te los cruzas en el pasillo o en la calle – es que son rivales fáciles. Para vencer a un estúpido no siempre basta ser inteligente; a veces hay que, además, correr más rápido. En cambio, vencer a un amargo es fácil, sólo tienes que reír.

En fin, voy terminando estas líneas, que son más de las tres de la madrugada y el ruido de la pluma sobre el papel seguro que molesta a la vecina de abajo. Buenas noches.


10.7.12

La historia que no fue



El campo del intelectual es por definición la conciencia.
Un intelectual que no comprende lo que pasa en su tiempo y en su país es una contradicción andante y el que comprendiendo no actúa tendrá un lugar en la antología del llanto pero no en la historia viva de su tierra.

Rodolfo Walsh


ingir que leía era su pasatiempo favorito. Echado boca arriba y con el libro abierto se le iban las horas, y en ellas, la vida. Viéndolo así nadie lo importunaba y él podía entregarse a los más yermos pensamientos. Era un cerco imbatible, tan solo vulnerado por algún vendedor decidido o por alguna pelota de fútbol fuera de órbita. Pero estos eran enemigos que ahora no podían interrumpirlo. Encerrado en su cuarto estaba bastante a salvo del mundo exterior.

Las sábanas enredadas eran un lugar grandioso para pensar en nada, pero no le brindaban el placer exhibicionista de hacerlo en público. Le fascinaba esa especie de sortilegio que emanan los libros. Un pobre diablo sentado en un parque con un libro en la mano tendría siempre más consideraciones que cualquier otro pezzo di pane que no llevara consigo el mágico instrumento. Incluso servían como un salvoconducto para no cederles el asiento a las señoras en el bus. Era cuando los graves y sabios bigotudos mostraban las costuras, se veían pillados en su ignorancia e idolatría, y era cuando él se regodeaba en su infinita superioridad.

La repetición sistemática de la nada puede volverse accidentalmente una tarea de acumulación. Constreñidos por la estrechez de los cerebros racionalistas apostólicos católicos romanos, la nada no puede ser pensada más que como algo. Un vacío real sería un bache imposible en la autopista del saber. A él le gustaba pensar la nada como latas vacías de cerveza. O de cola. O de lo que fuere, pero vacías. Su mente era el piso de una cantina a punto de cerrar. Años de tenderse a pensar en nada bajo el follaje protector de los libros le habían llenado la cabeza de latas vacías; llovidas, escupidas, goteadas de las vírgenes páginas. Ese algo –que es nada – llevaba tiempos acumulándose.

Cara a cara con el libro, sus ojos paseaban por sobre las palabras sin tocarlas. Ese ejercicio estéril –tanto como recorrer el mapa de una región que se planea evitar – era el arrullo que su cerebro necesitaba para anularse. El suave sobrevuelo se interrumpió a mitad de página. Ocho palabras juntas, batería antiaérea; una oración sencilla lo detuvo. La última gota de nada se vertió en su cabeza, justamente aquella que rebalsaría la presa. El libro y su mano cayeron sobre la cama. Su cabeza giró, como guiada por una mano misteriosa. Sobre su escritorio yacía un cuaderno abierto. La página en blanco –permisiva y tiránica, metáfora perfecta de la libertad sartreana – se perfilaba como un poderoso disparador. Como los ojos de una mujer ardiente, aquellas líneas vacías pedían ser poseídas por él, trazadas con palabras fruto de su vientre, inundadas por su semilla; prometían, por agradecimiento, devolver el reflejo esencial de su amante.

Cuando se teme a la propia desnudez el peor de los victimarios son los espejos. El peligro que brotaba de aquel pedazo de papel en blanco tenía la atracción de una fuerza universal. Se levantó de la cama y dio tres pasos hasta llegar frente al cuaderno. Era consciente de que, con sólo dibujar una palabra, un muro de contención caería en su cerebro y un río de ideas lo dibujaría a él con descarnado detalle. Le prometían su mejor retrato: una instantánea cruelmente perfecta. Posó la mano sobre la pluma palpitante de tinta azul. Cerró el cuaderno y salió del cuarto. 



20.4.12

# 1


na húmeda flor de sangre lloró una semilla. Nacer en una tumba sería más sincero. En una tumba junto al mar. Cambiar el vino de barril. Clavar bien los clavos de su cruz. Un pájaro no debe volar. Ni fumar. Morir sin avisar. Solo por joder. Morirse por joder. Mudar la piel. Antes de que se me borren las palabras. Jalar el mantel del cielo sin estrellar los platos. Con mis manos arar tu cuerpo y sembrar un beso. Acariciarte y hacernos pan caliente. En la puerta del horno. El barranco del diamante a sus cenizas. Mi lluvia se mudó de ciudad. El camión de la basura se llevó todas las flores. Se enrevesa la corbata. El sol se paró en la esquina. Se vistió de amarillo. De verde. De rojo. Paró el mundo. Me quería bajar.

***

El disparo se escuchó en todo el caserío. Los huéspedes de la pensión llegaban entre soñolientos y morbosos a la puerta del cuarto 13, el del joven estudiante llegado del interior hacía un año. La señora Delia, la risueña propietaria del negocio, pegó su oreja a la puerta, aguzando el oído. Tras golpear varias veces, todas sin respuesta, sacó su llave maestra, la que a sus clientes juraba nunca utilizar sin su consentimiento. Tras la puerta aparecieron tímidos un colchón y una mesa, colocados como llovidos al azar. En el cuarto había sólo una luz. Una vela quemaba sus últimas ceras, una pluma descansaba sobre una hoja garabateada, y entre ellas dormía su muerte el cuerpo tibio de Ramírez. 

13.12.11

Nota Mental con epígrafe tanguero


…en el fragor del champagne loca reías, por no llorar…


uenos Aires tiene el encanto de una madame de cabaret. El laberinto de arrugas de su rostro no logra marear todo el garbo de la ligera, la elegante, la casquivana joven que Buenos Aires fue. Pero es ese mismo verbo el que ahora la pierde. Fue esa gran dama que ya no lo es más. Sin embargo, gracias a dios, lo fugaz se hace eterno por el recuerdo. Buenos Aires fue, y por eso es. Hoy viste los restos de lo que fue su ajuar de fantasía; reniegan sus viejos enamorados y prefieren amarla en su memoria; su cartel de mucha hembra embelesa a los jóvenes provincianos que alzan sus primeras copas, mientras ella, siempre diva, se llora un tango.




11.12.11

¡Devuelvan las entradas!


ay, en el oficio de contar historias, un género de estas que es escurridizo como una salamandra. Como en todo, resulta más fácil describir lo grandioso y excepcional que lo sencillo y cotidiano. Esas historias sencillas y cotidianas, que ya otra película bautizó acertadamente como historias mínimas, presentan una complejidad para su tratamiento que es inversamente proporcional a los problemas de la misma trama. Es justamente esto lo que Terrence Malick, con oficio, logra torear en su último trabajo El árbol de la vida, película que desató una justificada, y a la vez no, polémica. La gente pareció olvidarse de quién era el director, y viendo que en el reparto aparecían el bueno de Brad Pitt y el no tanto de Sean Penn, entró cándidamente en el cine con la esperanza de ejercitar sus mandíbulas en paz. Flor de sorpresa se llevó. Está claro que no es por ningún ángulo que se la vea una típica película hollywoodense, como haría esperar toda la difusión que recibió; pero tampoco se trata de novísimo cine experimental. Malick lleva más de 40 años haciendo cine, tiempo más que suficiente para que cualquier ser humano medianamente talentoso desarrolle y afiance un estilo en la profesión que ejerza. Viendo de qué director se trataba era de suponerse que algo raro iba a pasar. Algo me dice que de haberse estrenado la película en cualquier otro rincón del mundo no hubiera habido tanto relajo.

Metiendo un poco de orden en ese caos cronológico que es la película, la historia queda más o menos de la siguiente manera. Jack O’Brien es el hijo del señor y la señora O’Brien, caracteres tipo de la familia prehistórica. El Sr. O’Brien es el típico papá hijueputa que mientras te da de correazos te asegura que más le duele a él que a ti. Cree firmemente que la letra con sangre entra. La Sra. O’Brien es la típica madre a la que no se le quebraría la voz para afirmar ante cualquier barbaridad que “marido es”. Son los años 50 o 60, pero ella, ebria de su religión, perdió el tren del cambio, y así le fue. Ese hogar hostil, las malas compañías y la muerte de uno de sus hermanos hicieron de Jack un mozalbete problemático. La película da un gran salto temporal y nos presenta al Jack adulto. Es un exitoso arquitecto al que le apesta la vida. Tiene una mansión, pero al pasar junto a su esposa ni la saluda. Habla con su padre y le confiesa que piensa en su hermano muerto todo el tiempo. En su trabajo se lo ve aturdido, sensación que se transmite al espectador por la errabunda cámara. Formalmente, esta es toda la película. Está bien, no es exactamente una historia mínima. No todos crecen en un hogar así, pero no hay que olvidarse que, mal que bien, sigue siendo una película gringa y ellos suelen aderezar mucho más las tramas. Lo interesante de esta película son los matices y todo lo que estos proponen al auditorio.

Desde el vamos la película está plagada de referencias a la Biblia y la religión (bah, vamos, desde el título). La premisa de la Sra. O’Brien es aquella que le heredaron las monjas con las que se crió: el mundo natural está reñido con el mundo divino. El mundo natural es vano y autocomplaciente, es el camino fácil pero es también el equivocado. El divino podrá ser azaroso, pero es el único hacia la felicidad eterna. Es el que marca el inescrutable designio del dios. En dos palabras, la recetita cristiana para todos los males. El problema del dogma, siempre, es que busca ser ley para todos. Desde el negro o el blanco se olvida que este es un mundo bastante gris. A la señora O’Brien le enseñaron que era su dios quien todo lo disponía. Ella bajó la cabeza y comulgó. Pero decirle a una madre que fue su dios buena gente quien hizo que su hijo muriera ahogado me parece, lo menos, un poquito cabrón. De esta tragedia surgen inevitables preguntas, cuestionamientos que hacen tambalear la inmensa fe de la señora O’Brien. ¿Por qué? ¿Qué ganas con la muerte de mi hijo? El mundo divino se va desmoronando de a poco en la Sra. O’Brien. En su fuero interno se da la guerra de ambos mundos, que en la película se representa con magníficas imágenes de la fuerza de la naturaleza. (Vale anotar que Malick se identifica con el panteísmo). Volcanes, cascadas, mares, meteoritos; todas muestras de esa potencia descomunal del universo que se opone a la fragilidad de la razón humana, de su fe, que opone una débil resistencia en las plegarias quebradas de una madre.

En Jack esta confrontación no era menos visible. La mirada del niño Jack termina siendo un hervidero de odio; un odio al que Jack no alcanza a intuirle su alcance, ya que cree que se encarna solamente en su padre, pero el director nos deja en bandeja que ese odio puede ser extrapolable al Padre, al que está arriba. ¿Por qué nos hace daño nuestro padre? ¿Por qué debo ser bueno si tú no lo eres? Jack fue siempre muy cercano a su madre, acompañándola en su sufrimiento. Los aquejaba el mismo mal. Una sana adolescencia prescribe los cuestionamientos. Y está bien que muchos sean sin causa, por capricho, porque si el adolescente protestón tuviera siempre razón significaría que los padres del susodicho estarían haciendo las cosas muy mal. Los señores O’Brien estaban haciendo las cosas muy mal. A Jack casi nunca le faltó razón para quejarse. La relación con sus padres era una herida abierta que no terminaba de cerrar. El estado de Jack en el trabajo era francamente deplorable. De nuevo con imágenes alusivas, el director nos muestra el derrotero de la mente de Jack, que anda, literalmente, en las nubes. Todo parece la recopilación de una vida, el recuento que hace un moribundo en su lecho. Por momentos se escucha el ruido de un monitor cardíaco, lo que me afirma en mi punto anterior. Tal vez Jack está muriendo y está recordando. En una playa infinita se encuentra con la gente que conoció en vida, incluido su padre. Reina la paz. En la comunión del amor su madre lo entrega a otra mujer. Son el amor sacro y el amor profano. “Te entrego a mi hijo.” dice ella, de la misma manera que habrá dicho Abraham.

Esta película parte en dos el verso de Piero en Los americanos. Sin renunciar a los grandes escenarios ni a la música grandiosa Malick logra una sutileza muy rara en el cine de Hollywood. Habla poco pero interpela mucho. Camilo José Cela, hablando de su novela Mrs. Caldwell habla con su hijo, decía que, habiendo ya triunfado con sus novelas “de acción”, se había propuesto como un reto escribir una novela de la inacción. Lo dije arriba: es justamente lo que Malick logró. Armó un viaje temporal y espacial desde la cama de un moribundo sin siquiera mostrarnos dicha cama. Es una película que lleva a las imágenes la introspección y la memoria. Es un trabajo fiel a las creencias de su director, que se vuelca a ensalzarlas con notas y colores bellísimos. La cámara dislocada, atrevida, se salta toda convención en su búsqueda de las imágenes necesarias. Da la impresión de que la película, más que grabada en una cinta es un conjunto de fotogramas particulares, o directamente de fotos, de miles de fotos producto de una visión caleidoscópica de una misma situación, siempre desde el ángulo más bello, lejos de lo prosaico y pisando firme en la poesía visual, en la Fotografía con mayúscula. Podrá no pasar mucho, las referencias podrán ser muy veladas o indirectas, pero me molestan más las películas que subestiman al espectador que aquellas que le exigen a su cabeza. Al comprar la entrada en la boletería te advierten que, básicamente, entras bajo tu propio riesgo. Mucha gente se salió de la sala a la mitad. En algunos cines gringos si lo hacías antes de los primeros treinta minutos te devolvían el dinero. En medio de la multitud que vocifera “¡devuelvan las entradas!” me escabullo y llego a mi casa más que satisfecho.



PD: acepto que con lo de los dinosaurios se fue un poco al carajo el man.

6.12.11

Nota Mental 006


uenos Aires tiene en la luz a su mejor aliado. La luz en Quito tiene el inconveniente de ser canicular. Es la peor luz para la fotografía. Es una luz lechosa que diluye todos los colores y le roba a los objetos sus sombras. En Buenos Aires la luz es oblicua. Parecería venir de abajo, como el viento que le levanta la falda a la Marilyn, y nos regala colores plenos, sombras cimarronas y costras de óxido que palpitan como llagas vivas.  El sol en Buenos Aires se toma la General Paz, como un trompo que desfallece, sin pasar nunca por encima de la City, y atiza la fogata de la primavera.

29.10.11

La ontología del mate

 los argentinos no les gusta el mate. Por lo menos no conozco a ninguno que me haya dicho: el mate es rico. (Si llego a encontrar alguno, juro por el Fernet que retiro lo dicho). Y lo digo en serio, no es mera paranoia lingüística. Sobre otras bebidas hay opiniones. La soda puede ser rica, o no; el vino puede ser rico, o no; el tereré puede ser rico, o no. Con el mate no hay cuestionamiento. El mate simplemente es. Su omnipresencia se impone silenciosa y categóricamente, con una legitimidad que bien merecería un análisis ontológico. Lo más que he conseguido es que alguien me diga que si no toma mate le duele la cabeza, pero al resto de lugareños parece desconcertarles la sola idea de preguntarse si en efecto les gusta o no el mate. Parecería ser que la infusión famosa trascendió del mundo alimenticio para instalarse en la subjetividad del promedio de la gente, a la manera que se instaló la religión, la moral, la ideología: a los empellones de la tradición y con poco cuestionamiento. Voilà un ejemplo esclarecedor:

ARGENTINA 1 (A CHILENA): Vos, ¿tomás mate?
CHILENA: Sí.
ARGENTINA 1 (A ECUATORIANO): ¿Y vos?
ECUATORIANO: No, no me gusta.
ARGENTINA 1 (A ARGENTINA 2): ¿Y vos? Ah no, vos sos de acá.

Razonamiento ante el cual Argentina 2 se mostró conforme.

En Argentina nadie expresa tanto su extranjería como cuando se pronuncia sobre el mate. Tanto si es para mal como para bien, es una opinión delatora: o eres un inglés invasor de las Malvinas, re forro, o un tano viejo y querido, respectivamente - pero siempre un extranjero. Para el argentino promedio este opinar es improcedente. El consumo del mate está implícito en su argentinidad, y no hay más vueltas que darle. Voy terminando esta nota de pseudo antropología lingüística declarando, con el mayor de los respetos, que no, no tomo mate, y cuando lo he hecho ha sido solamente bajo coerción, algo similar a lo que hacen aquellos que toman la chicha en plena reunión huaorani, gracias.

Nota Mental 005

lgo que me gusta del fútbol es que funciona como una cura contra mí mismo. Gritando desaforadamente cualquier barbaridad suspendo por noventa minutos mi modo nihilista-existencialista-autodestructor que se camufla tras mis pavoneos de lingüista. Puedo finalmente abocarme a las palabras huecas y sin sentido. Puedo gritar negro hijueputa sin mancharme de racismo (no es contradictorio. Es como cuando un ateo dice ¡por dios!) y puedo decir taxista maricón sin faltarle el respeto a mi padre, venerable taxista de corazón. Por eternos noventa minutos de fútbol, salud.

15.10.11

We'll always have Paris

e’ll always have Paris, y por si alguien lo había olvidado, Woody Allen nos lo recordó. Su última película, como todos sabrán, transcurre en París; la ciudad del amor y de la luz, del arte y de las putas finas. La ciudad más cliché del mundo. La postal de la Tierra.

La película comienza mal, o bien, según se haya visto o no Manhattan. La primera línea escogida por el director para ambas películas es la misma. Un popurrí de imágenes de la ciudad, música vernácula y, de fondo, la voz del que será el personaje principal. En este caso es Gil Pender (Owen Wilson), un escritor de guiones de Hollywood que desea liberarse del estrecho mundo en el que se metió y dedicarse a la literatura. Los paralelismos con Manhattan en el arranque de la película continúan. El escritor, siempre inseguro de su trabajo, se encuentra con dos amigos con los que, por una razón u otra, se ve obligado a pasar más tiempo del deseado. Uno de estos amigos es un cerebrito insufrible, de aquellos que van por la vida dictando cátedra con cada uno de sus movimientos. Detalles más, detalles menos, esta ecuación es igual de válida para ambas historias. El papel de pedante en esta película lo cumple Paul (Michael Sheen), amigo de la prometida de Gil. En Manhattan fue Mary (Diane Keaton), amante del amigo de Isaac (Woody Allen). Ambos enciclopedias caminantes, fábricas de sentencias con nariz, ojos y boca, que espantan en un primer momento a cualquier espectador. Así las cosas, transcurridos ya algunos minutos de la película, la angustia me carcomía al ver a uno de mis directores favoritos repitiéndose descaradamente. Afortunadamente, lo que entre Mary e Isaac fue algo parecido al amor, entre Paul y Gil se resuelve con un distanciamiento entre ambos. El director la sacó de la raya.

Pasemos a la mayor falla de la película. Owen Wilson. O tal vez no Owen Wilson, si no lo que Woody Allen quiso que Owen Wilson hiciera. El de Gil Pender es un personaje escrito para sí mismo. Ese intelectual maniático, inseguro e incomprendido es justamente el alter ego cinematográfico que Woody Allen patentó. Tras sus lentes de marco grueso, esa mirada desahuciada legitimaba todo el nerviosismo y torpeza de sus personajes. Era creíble que, tras el discurso del Allen actor, hablaba el Allen humano. Acá, Owen Wilson es nada más que un títere jugando a ser Woody Allen. (Y de más está decirlo: no le queda). El humor de Woody Allen; desesperado, nihilista, autoflagelante a la vez que ególatra; en boca de Owen Wilson suena a una lección recitada de memoria. Es inevitable, el pasado marca a los actores, y el currículo de Wilson no predispone a ningún espectador a aceptarlo como nuevo abanderado del humor brillante del director neoyorquino.

¿Algo rescatable en la película? Sí, por suerte. La historia es entretenida. Hasta incita a ese raro género de la nostalgia que te hace añorar lo que nunca conociste. El repaso del París de los años 20 nos recuerda que sí, que existió una verdadera ciudad luz. Una ciudad donde se encontraban todas las vanguardias artísticas viviendo en un mismo barrio, casi bajo un mismo techo. Ese París era un verdadero portento de genialidad. El problema es que con todo esto Woody Allen no logró hacer mucho. La presencia de tanto genio debería justificarse de alguna forma, si no la historia no sería más que una mera anécdota intelectual. Tal vez con el único que se logra esto (en la que para mí es la mejor parte de la película) es con Buñuel, cuando Gil intenta pasarse de listo y le “regala” al español la idea para una película. Esta película sería nada menos que El ángel exterminador. Con todo lo dicho, nos queda que el último trabajo de Woody Allen, de nuevo, se queda corto ante su creador (digan lo que digan las críticas, inclusive las de Cannes). Es una película ligerita, para pasar el tiempo y entretenerse, muy lejos de la mordacidad y de la acidez con las que, desde las carcajadas, te obligaba a pensar. Porque a Woody Allen lo tengo en muy alto concepto ahora lo critico, y lo seguiré haciendo, porque sé que es capaz de crear cine más inteligente.

No quisiera pensar que a Woody Allen se le secó la imaginación.



5.10.11

Cambio de paisaje

stoy sentado en el palco de mi departamento de neoboludo fumándome un cigarrillo. Mi copa ya no tiene más vino ni mi alma más tangos (¡ay, qué milonguera escasez!). Está claro que en una situación así sólo podía terminar escribiendo algo de este tenor. Sé muy bien que en este lugar, que un contrato de dos años me permite llamar casa, soy bastante afortunado. Tengo luz natural todo el día y mi ventana no está a dos metros de la de ningún wachiturro. Eso es algo que en Baires ni Mastercard puede comprar. Sentado como estoy, tengo a mis pies un vasto campo de edificios. Los más sobresalientes; por un lado, la opulencia: un magnífico altillo de corte parisino que parecería ocultar un telescopio. Por el otro, una larguirucha favela de quince pisos. No hay mucho más. Objetivamente, es una vista horrible, pero he aprendido a quererla en su fealdad. (Siempre dentro del contexto de una ciudad portuaria que creció dándole las espaldas a su río). Estoy en el llano: acá uno aprende que levantar la vista es tan estéril como escupir al cielo.

Todos en Quito, así no quieran, tienen un amigo sincero. La definición más libro-de-autoayuda que de amistad se me viene a la mente es la de alguien que siempre está ahí, en las buenas y en las malas. Hipotético quiteño lector de esta guaragua, mire a occidente y sabrá a quién me refiero. A quién si no a nuestra entrañable mole de piedra, a nuestro galante enamorado que un cinco de octubre de mil nueve noventa y nueve nos regaló las cenizas de una flor: el Pichincha. Está ahí, como el taciturno demiurgo que es, y que, apoltronado en su sillón andino nos mira y se deja mirar. Es un personaje más de la ciudad. Podemos adivinarle borrascosas noches cuando al levantarnos lo pillamos aún dormido y con la cabeza llena de cristales rotos. A la tarde, cuando el sol agarra su parábola descendente, acierta más que cualquier técnico en la predicción de la lluvia, y nos lo chismea vistiéndose de nubes grises. Para agosto, en cambio, se le queman las enaguas en escandaloso afán de mostrarle las piernas al verano.

Quito, como la dospuntocincoavaesencia (la otra mitad se la lleva La Paz, nada que hacer) de la ciudad andina, no tiene un río en el cual reflejarse. No podría tenerlo. Las puertas de entrada y salida a la ciudad fueron siempre las montañas. Quito es la montaña domada, una obra mitad de locos mitad de escaladores. Por derecho divino quien debería estar a la cabeza de esta cuadrilla de centinelas es el Pichincha. Aun así, si bien lo tenemos colgado y duplicado en el escudo de la ciudad, lo hemos dejado solo ante los embates de vientos, teleféricos y antenas. Hemos dado por descontado el hecho de que te encuentres donde te encontrares lo vas a ver; volviéndolo así un niño de la calle, uno de esos que por estar en todas partes no está en ninguna. Todos habremos notado, y sin el menor cariño ni gratitud muchos habrán olvidado, que puedes orbitar a su alrededor y que, como la mirada de la Mona Lisa, te seguirá mirando. La pena de amor que le quita el sueño a todos los quiteños migrados es el Pichincha. Y esta noche me la quita a mí. Ángel de la guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día. ¿No es eso acaso un amigo?




P.S.: Acabo de notar que justamente hoy son doce años de la dichosa erupción del Pichincha que nos tuvo a todos tan alegres lejos de las aulas como por una semana.

2.10.11

Ecos de fogatas

on el tabaco he sabido guardar las distancias. Mi estrategia para no convertirme en alguno de aquellos cenicientos seres de dientes amarillos y dedos putrefactos ha sido quitarle todo utilitarismo al fumar. Nunca fumar porque se está triste ni porque es tranquilizante. He decidido fumar como quien se come una manzana o un chocolate. Por un culposo y mero placer, como deben de ser los placeres. Por un masoquismo light, como deben de ser los placeres. Hace poco, estando recostado en el sofá, asomaba por la ventana la primavera arrepentida. Intentando reivindicarse por la tormenta de la noche anterior, el sol brillaba en todo lo alto que le permite esta latitud austral. Mis pies se cobijaban con sus rayos y, calado en mis labios, se erguía un cigarrillo. Acerqué el encendedor, esos prometeos de bolsillo, y se contagiaron el fuego.

No creo que los ciegos fumen como nosotros. Fumar no es tener humo en la boca y llevarlo hacia los pulmones. Tampoco lo es saborear apenas el humo con ínfulas de catador. Mucho menos, muchísimo menos, robarle cigarrillos a los hermanos mayores y jugar a ser hombres escondiéndonos como niños en el baño. Fumar debe ser una liturgia sinestésica que necesita del compromiso de nuestra sensibilidad. Así se me aparece a mí. En la boca, desesperado y amargo y picante y preso, el humo, lima los barrotes que lo tienen confinado. Entre los dedos descansa, como justificando su longitud, el cigarrillo expectante. La nariz se frunce, irritada, encantada, sometida al hipnótico vaivén del aroma. Es la niña díscola de la fiesta. Cuando los labios se abren, alza vuelo desenfrenado la humareda. Son el testimonio de trenes sin retorno, las volutas se abrazan y se abandonan y desaparecen en el aire. Nuestros ojos enamorados corren tras ellas sin éxito, y nos quedamos con expresión vencida viendo hacia el cielo. Definitivamente los ciegos no fuman como nosotros.

Además del sol, por la ventana se colaban los ruidos que la ciudad se obstinaba en producir. Suspendido en mi departamento, la humanidad llegaba a mí en forma de frenazos, ambulancias y motores asmáticos. El cigarrillo iba ya por la mitad. Mientras veía cómo las cosquillas de fuego lo iban consumiendo, lo escuché hablar. Le habló a mis oídos, invitándolos a la comunión de la que nunca habían participado. Eran ecos de fogatas que repicaban a duelo, almas en pena de astros sin luz. Caí en cuenta de que si no había escuchado antes arder un cigarrillo no podía decirse que había fumado en realidad. El papel quemándose era esa última dimensión. El crepitante runrún de un fagot solitario en una plaza inmensa: mi cigarrillo tocaba la misma música que el sol. Dando tumbos se fue acabando el tabaco, y la última pitada no sonó a nada. Ya no era necesario. A lo lejos se escuchó pasar un tren.

6.7.11

Amores de media noche

iluyendo la luz de las farolas, la amarillenta niebla doblaba cada esquina y plantaba sus pies firmes sobre la ciudad. Los parques abrían sus negras fauces de innúmeras hileras de pinos como colmillos, prestos a devorar a enamorados y borrachos, eternos deudos de la noche. Manuel caminaba con las manos en la gamuza de los bolsillos de su chaqueta. Llevaba su camisa blanca, aquella que usaba siempre que visitaba a Yolanda clandestinamente. Al final del recorrido lo esperaba para ser saltado un muro blanqueado con cal, que chismoso dejaría sus huellas sobre el pecho de Manuel. La tela blanca guardaría mejor el secreto que podría borrar él mismo con sus manos, ahorrándose incómodas preguntas en casa. Su caminar solitario apenas había sido perturbado por una cuadrilla de famélicos perros que desgarraban los vientres grávidos de basura de las fundas negras.
Era la hora convenida, nadie había interferido jamás ni tenía por qué hacerlo ahora. Yolanda lo estaría esperando en su cuarto, en el segundo piso de aquella casa con jardín. Debería saltar el muro y evitar caer sobre la cama de supirrosas que cercaba desde dentro la pared. Antes hubiera tenido que trepar las ramas de amplio aguacatero para llegar al cuarto de Yolanda pero desde que Clementina, la sirvienta, los descubrió estas peripecias ya no eran necesarias. La actual sirvienta era la antigua madame de un otrora exitoso burdel de un pueblo de la costa. Primero venida a menos y luego venida a la ciudad, se convirtió en la alcahueta de Yolanda y Manuel. Forjada en los fuegos del amor de campaña; entre campesinos lujuriosos tanto como borrachos y mujeres más lenguaraces y desvergonzadas que el peor de los malevos; le desesperaba la forzosa virginidad que los padres de Yolanda –en plenos quince años- pretendían mantuviera aún. Desde la primera visita nocturna de Manuel –que de día  era aceptado en casa y sentado a la mesa como un compañero de la clase de música- Clementina se convirtió en la apoderada de Yolanda. La aconsejaba y cuidaba. Supo identificar las lágrimas de preocupación cuando Yolanda temió lo peor y empezó a llevar la cuenta de los días para evitarle sustos a su niña. Fue así que una tarde le anunció a Yolanda que tras terminar la limpieza nocturna dejaría abierta la puerta que da al traspatio para que Manuel pudiera entrar sin riesgo. El muro no era alto y él ya lo conocía de memoria. Saltó y manchó de cal su camisa.


***

No podían encender la luz de la habitación pero tampoco les hacía falta. Entraba por la ventana del cuarto el resplandor justo, proveniente de los faroles de la calle. Por precaución Manuel llegaba al cuarto de Yolanda ya sin los zapatos, que los dejaba de centinelas junto a la puerta. El encuentro furtivo, de contrabandistas del deseo, no dejaba espacio para palabras. Ambos estaban conscientes de que en su entrega eran todo lo elocuentes que podían ser.  Se tomaron de las manos y se encontraron en un beso voraz. Las uñas de Yolanda labraban la espalda de Manuel. Los labios de ella, florecidos y rebosantes, se dejaban mordisquear en su abundancia. Entreabiertos apenas, eran un resquicio en el que no se hubiera sostenido ni el humo de un cigarrillo, pero que filtraba igual oleadas de lujuria creciente. Sus dedos reconocían los botones de la camisa blanca y los iban divorciando uno a uno de los ojales, apareciendo detrás el pecho ligeramente moreno de él. A su vez, Manuel desprendía las tiras del vestido de verano que ella usaba para dormir. Cayó el vestido como el telón de un teatro que se derrumba, mostrando de golpe toda la blancura extranjera de su piel. Era un cuerpo menudo pero de muslos y caderas generosos que repicaban a fiesta, a abundancia, a belleza. Era un brindis a la feminidad y a Manuel le gustaba observarla así. Observarla sin más. Sin decir palabra, sin hacer gesto alguno; como si la función hubiera concluido.
Recorriendo con su dedo sus lunares, deambular para el que ya no necesitaba la vista, gozando al sentir las mínimas protuberancias como un niño ciego que aprendiera a leer, la recostó en el lecho. Se ancló a su ombligo, desde donde atisbó sus senos llenos y maduros para la vendimia que aparecían tras los encajes. Con su mano izquierda, pese a ser diestro, hizo volar el broche y se deshizo del sostén. Seguro el pulso, firmeza del que pisa suelo conocido, tomó la ruta al sur que le tendió su vientre. Derribando el último reducto del pudor terminó de desvestir a Yolanda, que quedó tendida y expuesta en su deslumbrante desnudez estelar. Era una presencia divina que no debía ser adorada, debía ser amada con el desgarramiento y la fatalidad de los corazones sucios, los corazones humanos. Allá abajo Manuel se perdió buscando el perfume de la vida, el aroma primero, en la selva de carne y ríos que encontró. Desbrozando el follaje de esos muslos que ahora se elevaban complacientes y gozosos, Manuel se emborrachó con la esencia con que nos roció el pecado original.   
Yolanda ya había aprendido a gritar y a gemir hacia adentro, brindándose a ella misma el concierto de cuerdas resultante de sus nervios crepitantes de placer. Sus dedos, crispados sobre el cabello de Manuel, se relajaron y lo atrajeron hacia ella, uniéndose en un beso que fue como besar un reflejo vivo. Manuel la tomó de la cintura y la volteó boca abajo. La brisa de su respiración bajó por el cañón de tibio mármol de la espalda de Yolanda, estremeciéndola. En voz baja, sólo para ella, empezó a susurrarle besos al oído, mientras, como de puntillas, entraba en su templo. Empezaba la danza esencial de las sangres.
Los negros cabellos descubrieron el cuello de Yolanda, tierra fértil para caricias que Manuel trabajó. Yolanda, bocabajo, pretendía ahogar el concierto de notas que Manuel tocaba en ella. Sus cuerpos eran piedra y agua, guijarro y río que se tocan, se liman, se suavizan y se amoldan entre sí. Era madera seca pero viva que se frotaba buscando esa chispa que encendiera la hojarasca de las sábanas y de la vida. La chispa nació, se dividió y cayó en sendos barriles de feliz pólvora en Yolanda y Manuel. Uno y otro cayeron rendidos pero con la boca deseosa de besar, tal vez para destituir todas las palabras y gemidos que no se pudieron dedicar. Los besos fueron bajando escalones hasta que los dos se hundieron en el letargo de la madrugada.
El reloj de la sala marcó las cuatro y media. Manuel debía partir. Se vistió y antes de salir depositó un beso en la frente de Yolanda, ligerísimo, para que no se despertara. Salió con cautela del cuarto y de la casa. Saltó el muro y se dirigió a su hogar. Tal vez no llegaría antes que sus padres se despertaran, pero poco importaba, nada podrían reprocharle. Fue amor. 

27.6.11

Evasión: lectura simultánea

uando vio su bolso cerrarse sobre la última carta supo al instante que ese no iba a ser un día normal. Con sus más de treinta años de experiencia, Arturo Moreno, cartero, sabía leer a través de los sobres los mensajes que traían las cartas. Los sobrios envoltorios de aquel día, las enlutadas y rígidas letras, cual si fueran de molde, lo hacían vislumbrarse como un heraldo de la muerte. Fiel a su costumbre buscó, para empezar, la dirección más lejana y hacia allá se dirigió. Era un barrio acomodado al que llegó. Rejas inmensas guardaban con tacañería la opulencia de las casas de ladrillo y hiedra, que buenos dineros les debían haber costado a sus dueños. Para contrarrestar las posibles negligencias del enrejado corrían por muchos patios intratables perrazos, indudablemente de alta alcurnia. Un barrio así era el que él quiso para vivir. Siempre lo soñó, desde aquellos ya remotos tiempos en que dejó su pueblo y con él el lastre de los suyos. Era ya un anhelo difunto, pero las campanas repicando a réquiem todavía sonaban en su cabeza. Buscó la dirección indicada en el sobre y, aunque los nombres no coincidían ya que el timbre decía Adela Donoso, la numeración era exacta, por lo que timbró.
-Buenos días, correspondencia para la casa.


Interrumpida en su labor de bordado por el timbre, la señora Adela Donoso hizo pasar al inoportuno cartero. El bordado, las oraciones y el chisme eran los únicos entretenimientos que le había dejado su vida de soltería (soltería forzosa y no elegida, desprovista de cualquier afirmación ideológica y debida solamente a esa fealdad reversible de cuerpo y alma que ni su cuenta bancaria pudo paliar). Una interrupción era un favor que se le hacía más a la rutina, tan necesitada de un descanso, que a la propia señora por lo que no pudo ocultar su fastidio al hacer pasar al desagradable homúnculo.
-¿Qué desea? – dijo, desdeñosa.
-Tengo una carta para la señorita Gutiérrez, y alguien debe firmarme el recibido.- le respondieron.
-Ella no se encuentra, pero yo le puedo firmar lo que sea.
Recibió el sobre de manos del cartero y tras firmar los documentos lo despidió apresurada por volver a sus labores. En el camino de regreso a su habitación pasó por el cuarto de la empleada y dejó la carta sobre el velador.


Sentada en la cuneta esperaba Mara el bus que la llevaría de nuevo a la ciudad. Tenía permiso aquel día por tratarse del aniversario de la muerte de su padre. Ella no lo había conocido y por años fue algo de lo que su madre nunca habló. Ni ella ni su hermano hicieron jamás demasiadas preguntas. El haber crecido sin su padre les hizo pensar que su ausencia era algo natural, como la noche y el día, como la sequía y el invierno, designios inescrutables de dios de los que el curita del pueblo les había prevenido de preguntar. No le busquen la quinta pata al gato, decía él con evangélica sabiduría. Tampoco se cuestionaron nunca por qué llevaban el apellido de su madre y no el de su padre. Su orfandad la sobrellevaban con la inconsciencia con la que se lleva el nombre. Recién hacía quince años, cuando su madre se fue del país tras un sueldo que les permitiese vivir, les contaron que su padre había muerto un dos de agosto en las afueras de la capital, preso en un bus que no supo frenar si no hasta llegar al fondo del abismo. Encontrarían el lugar exacto por una crucecita de cemento que se colocó en memoria de los fallecidos y que en su momento se pintó de celeste. Desde que Mara se mudó a la ciudad visitaba ese lugar cada dos de agosto acompañada de un ramo de flores. Era ahí donde se encontraba cuando en el recodo de la siguiente curva vio aparecer el bus de regreso. El anciano conductor era una oda a la longevidad y llevaba en el parabrisas de su cachivache, a manera de epígrafe personal, un sticker que rezaba: Yerba mala nunca muere. Se subió Mara al bus y juntos trazaron las infinitas eses del camino a la ciudad.

Cuando Mara llegó a casa su señora le dijo que le había llegado una carta. Su reacción fue de sorpresa y la intuición le susurró al oído que no podía tratarse de nada bueno. Las únicas personas que tenía en el mundo eran su hermano y su madre. Su hermano, desde su pueblo, nunca le escribiría una carta ya que tenían el teléfono. Y su madre, a miles de kilómetros de distancia pero hundida en la misma pobreza, ahorraba cada centavo para escribirle solo en sus cumpleaños, ya que no le daba para más. Corrió como pudo hasta su habitación, pero al entrar y ver la carta se detuvo, helada. Leyó su nombre en el sobre, Mara Gutiérrez. Lo observó como quien recibe la sentencia inapelable del destino. La alarma del reloj la sacó de su contemplación obnubilada y la hizo arrodillarse junto a la cama. Con sus trémulas manos rasgó el sobre y sacó el mínimo papel que contenía. Lo leyó, lloró, leyó de nuevo, no paró de llorar. Debía llamar a su hermano inmediatamente.


Ese día Kevin Gutiérrez no fue a trabajar. El mayoral, aconsejado por el cura, le había dado franco. Ya otro cuidaría de las vacas y su angurriento deambular. Había llegado la noticia de que doña Encarnación Gutiérrez se había muerto en el exterior. Había migrado hacía quince años ya, pero no había tenido suerte. Murió casi sola, acompañada únicamente por su compañera de cuarto de la mísera pensión donde malvivió su último año. La mató uno de esos inviernos con colmillos de los países de cuatro estaciones. Sus ahorros apenas alcanzaron para que se avise su muerte a su hija. Ella se encargaría del resto.
A la mañana siguiente del fatídico primero de agosto, día de fiestas patronales en el pueblo, se levantó Arturo Moreno con el malestar general típicamente alcohólico. Su mujer, Encarnación Gutiérrez, lloraba a su lado y daba muestras claras de no haber dormido. Lo que seguramente había sido un llanto histérico había devenido en el lastimero quejido de un ser vencido. Al levantarse Arturo, Encarnación se reanimó y empezó a golpearlo y a llamarlo asesino, pero solo con lo que de fuerzas le había dejado el temporal de lágrimas que se había desbarrancado por su rostro. La memoria nebulosa de Arturo recordaba fragmentos de una pelea, y sus nudillos rotos y aún sangrantes parecían corroborar ese recuerdo. Juntando sus retazos de memoria y lo que podía entender de lo que entre llantos decía su mujer creyó recordar lo ocurrido el día anterior.

Tras la procesión por la calles había llegado la banda y con ella la fiesta. Se había sentado a brindar con su compadre Gustavo, que además era hermano de su mujer. Tras innúmeras copas y bailes, su compadre empezó a cargarlo, burlándose de su hombría ya que él, con menos años junto a su mujer tenía ya más hijos que Arturo y Encarnación, que apenas iban por dos y que ni siquiera los habían bautizado. Siendo él tan fértil y hermano de Encarnación era claro que no era problema de ella si no que algo le fallaba a Arturo. Las bromas empezaron a desbordar la paciencia de Arturo, que en cierto momento no pudo más y descargó toda su furia sobre el rostro de Gustavo. Se levantó el compadre y con él una horda de borrachitos que empezaron a dar y recibir golpes sin saber ni a quién ni para quién. Arturo y Gustavo se siguieron buscando en la marejada de los puñetes y las patadas, sin ninguna intención de perdonarse. Piedras, palos, puños… Todo era válido. Tras rodar por el césped Arturo terminó debajo de Gustavo que, como un poseído, le encajaba sus nudillos en el rostro. Con el ojo gacho y sangre por toda su cara, Arturo alcanzó a golpear a Gustavo con una piedra que le quedó a mano. Gustavo se desplomó pero Arturo lo siguió golpeando con la piedra, como veía hacer a su mujer en la molienda del maíz.

Su esposa le informó que se había encontrado el cuerpo de Gustavo y que se quería castigar al asesino. La justicia en el pueblo era primitiva, efectiva e inmisericorde, como la ley del talión. A Arturo lo esperaba el linchamiento. Encarnación dijo odiarlo por lo hecho, pero siendo su marido y el padre de sus hijos no iba a entregarlo. Arturo se dio cuenta que no podía si no escapar. Aguardó hasta la noche y huyó, no por el camino principal si no usando el de los cuatreros, ese que para la gente del pueblo equivalía al camino a los infiernos. Llegó a la capital y tras meses de mendicidad encontró un puestito que le permitió sobrevivir y olvidarse de los suyos. Se hizo cartero.

Doña Encarnación, dividida en lo más hondo su amor filial, calló la tragedia y pidió a todos en el pueblo que no la comentaran nunca frente a sus hijos. Años después migraría, dejando su prole a los vecinos, con el compromiso de que los cuidarían y de que cuando fueran grandecitos los pondrían a las órdenes del patrón de la hacienda, don Alfonso Donoso, para que este los mandara a la capital o les diera trabajo en la chacra, lo que su merced quisiera. Se inventaría además algo para contarles, segura de que, a pesar de todo, y así no estuviera muerto todavía, ese infeliz de Arturo merecía que lo honraran con unas florcitas, aun cuando sea en tumba ajena en esos genéricos de campo santos que la devoción (y la impericia) va(n) sembrando en las carreteras de mi país.

14.6.11

El martirio new age

na historia que en la prensa amarillista hubiera visto la luz impúdica como un cristo, a través del lente de Michael Haneke se transforma en un potente recorderis de la capacidad destructora de la monotonía. En El Séptimo Continente Georg, Anna y Eva –padre, madre e hija- son una familia que cualquiera pensaría perfecta. Jóvenes, bellos y con plata. Georg había recibido un aumento de sueldo y pronto se vería ascendido a un nuevo puesto. Anna era una guapa oftalmóloga que trabajaba junto con su hermano en su consultorio. Eva iba a la escuela y practicaba gimnasia. La felicidad enlatada que Occidente exportaba/exporta en aquellos/estos tiempos de cortinas de hierro/ejes del mal.

La película, a paso de entierro, recorre una y otra vez la vida de los personajes; vidas en las que hasta la rutina ha perdido la capacidad de aburrir y es aceptada como la letra chica de ese contrato que firmamos tácitamente al nacer. El director escoge el montaje que más le luce a la trama y se aleja tenazmente del esteticismo. Predomina siempre el gris, lo antiséptico y oficinesco, el gusto producido en masa y sin carácter bien amado por la clase media. El ojo de la cámara crea una doble metáfora. El enfoque muestra pocas veces los rostros de los personajes, centrándose en un determinado espacio físico que se verá finalmente invadido por sus manos, sus pies o sus caderas. De esta manera, mezquinándonos las caras de la gente, Haneke obtiene dos efectos. Primero: si no podemos ver sus ojos, poco más podemos saber de sus sentimientos que no sea lo que nos suelta el director (que es poco y nada). Y segundo: al ver solo manos, sin rostros, podemos hacer extensiva y genérica la historia para toda la humanidad, casi prohibiéndonos atarla a su Austria originaria. Así es que Haneke, haciendo mucho con poco, logra con estos dos elementos la fórmula elocuente que lo explica todo: siendo sus personajes víctimas de la cosificación de la vida por parte de la modernidad, ¿qué sentimientos podría tener una máquina? Aceptándolos como objetos, ¿qué emociones se podría mostrar? Las máquinas trabajan igual en Sri Lanka que en Bélgica. Georg y Anna podrían tranquilamente ser Jorge y Ana, Giorgio e Anna, George et Anne…

Pero como algo tenía que ocurrir en la película, algo ocurre finalmente. En las relaciones de los miembros de la familia se ve un inapelable estancamiento. Un año ha pasado del inicio de la película y sus vidas no han cambiado un ápice. Tras otro año más que todo hace suponer igual de decadente que el anterior, Georg y Anna deciden tomar acciones drásticas. Se deshacen de todos sus bienes materiales, dinero, carros, propiedades… Renuncian a sus trabajos y van de visita donde la familia de Georg. Al día siguiente de su regreso les escriben una carta contándoles su decisión y tras destrozar hasta el último objeto de la casa –destrucción en la que hasta Eva participa- se suicidan los tres. 22h30 del 11 de enero de 1989 muere Eva. 02h00 del 12 de enero muere Anna. El epitafio de Georg es tan solo un signo de interrogación que escribe él mismo en la pared antes de echarse a esperar la muerte viendo la tele en medio de dos cadáveres.

La película es un verdadero reto para el espectador. Las tomas largas de una misma acción y la ausencia de sucesos pueden sacar un bostezo cada tanto, especialmente al principio. Pero son bostezos que hay que saber interpretar. Las superproducciones de acción nos mantienen al borde del asiento porque estamos todos conscientes de que nuestras existencias se parecerán poquísimo a la de James Bond. En cambio los tristes Georg y Anna, ¿no se parecen demasiado a nosotros? ¿Esos planos fijos de uno o dos minutos no son lo mismo que hacemos por ocho horas diarias, por cinco días a la semana, por doce meses, por cuarenta años, por toda la eternidad? Estos hechos ocurrieron en Austria pero son exportables a cualquier rincón del orbe. Nunca tanto como ahora estuvo muerto el humanismo, en estos tiempos en que la raza humana se va descubriendo inviable, en el que la caída de las banderas sirvió apenas para quitarle las máscaras ideológicas a la maldad más esencial, el ser humano va perdiendo plazas ante un enemigo invisible por omnipresente y que coincidencialmente es de su propia creación, su hijo. El parricidio de la sociedad es el alimento primero de la obra del director germano. La cosificación del ser humano ya fue filmada mitad en broma mitad en serio por Tati y Chaplin; Haneke en su opera prima le da esta terrible revisión. La familia S., como kafkianamente se los bautiza en la película, con su trágico final idéntico al de los Goebbels, es de esa nueva línea de mártires seglares, los mártires de la modernidad. 

15.5.11

Peperudi

ecolección de caracoles, crianza de gusanos de seda, cultivos de mora, criadero de avestruces, venta de carne y piel de nutria, elaboración de pan a partir de harina de soya orgánica, venta de licencias para la caza de faisanes… Fácilmente podríamos pensar que se trata de una gran empresa que ha incursionado en los campos mencionados para consolidarse en el mercado y facturar millones de levs, ya que estamos hablando de Bulgaria. El encargado de esta presuntamente boyante empresa se llama Georgi Lulchev y es psiquiatra. No está al mando de ninguna compañía sino de un paupérrimo y decrépito hospital mental en la campiña búlgara. Como todo centro de enfermos mentales que se respete sufre la amnesia estatal y recibe apenas unas moneditas para las colas. Las citadas actividades económicas que deberían ser su sustento están marcadas por la fatalidad y en la mira de la mala suerte, que no yerra un tiro. Esta es la historia que nos cuenta Georgi y las mariposas, el premiado documental búlgaro que tuve la dicha de ver en el marco de los Encuentros del Otro Cine 2011.

En lo que fuera un antiguo monasterio funciona actualmente el Hogar #6 para hombres con retraso mental. Es el sitio de trabajo de Georgi y de su corto equipo de colaboradores. Su misión es titánica. Deben mantener a como dé lugar al grupo de internos y procurar que no caigan en la indigencia. Obviamente, como era de esperarse en la difícil Bulgaria, la ayuda estatal es mínima y menguante. Las donaciones de grupos privados, debe decirse aunque pequemos de voyeurs del diente del caballo regalado, son inútiles por consistir en medicinas caducadas o ropa de mujer para una institución enteramente masculina. Es sabido que la adversidad es el mejor combustible para el ingenio, cosa que Georgi no ignora. La única salvación es la autogestión. Hiperactivo, entregado a su trabajo y a su gente, emprendedor, imaginativo y sin miedo al ridículo: así es Georgi. Armado de todas sus armas decide salvar su hospital. Con una tenacidad envidiable por donde se la vea pone en marcha, uno por uno, todos los proyectos que ya mencioné. Busca auspicios, ayudas, fondos, porque allá como en todo el mundo sin don Dinero no empieza ninguna fiesta. No tiene miedo de presentar sus ideas, que podrían resultar extravagantes, ya que afirma con convicción que las ideas poco convencionales siempre triunfan, pueden tardar pero su victoria es segura. Lastimosamente parece que se tardan demasiado porque Georgi lleva 15 años imaginando estos proyectos que le permitirían solventar el hospital, tras la caída del paternalista estado comunista que todo lo pagaba (seguramente mal, pero lo pagaba). Los obstáculos con los que se encuentra son infinitos, desde la indiferencia de los dueños del dinero a quienes sencillamente les importa un carajo la suerte de un grupo de enfermos mentales, a la oposición de los mismos pacientes a ciertos trabajos que ellos consideran demasiado pesados. Cuando el estado por fin reacciona su ayuda se vuelve impotente por el candado burocrático que mantiene cerradas por tres años las puertas del nuevo hospital, este sí moderno y funcional pero que de nada sirve si nadie puede usarlo. La dedicación de Georgi a su labor llega a la cumbre con la invención de un algoritmo para, a partir del número de la seguridad social de cada paciente, comprar billetes de la lotería y ver si así con un poco de suerte consigue lo que con tanto sudor no. Ayudada por las crónicas de sus empleados y de su esposa la película pinta el retrato de este curioso personaje apellidado Lulchev.

Es una historia de frustraciones constantes y repetitivas. Parece un juego malvado en el cual el tablero está inclinado y los jueces comprados. El tono de la historia podría ser de lo más dramático, pero con sapiencia el director no lo llevó por esos rumbos. No hubiera tenido sentido, ya que el mismo Georgi no afronta su vida desde la lamentación. Se sabe vencido en todas las batallas pero no renuncia a la guerra, como otro General de las Derrotas. La película se toma la adversidad con filosofía y nos recuerda lo bueno que es reírse de uno mismo, reírse para no llorar. Esto condimentado con esas mentes de dulzura infantil como son las de los pacientes que solo ansían ver sus mariposas (sus peperudi) y tener mucho dinero para comprar embutidos, ya que no recuerdan su sabor. Es uno de los momentos más dulces de la película cuando ante la insistencia del entrevistador, que les preguntaba que qué harían con todo el dinero que iban a tener, una pareja de pacientes cifraban toda su felicidad en comprar waffles y embutidos. Sentí mucha ternura a lo largo del documental. Era emoción verdadera, la que te deja la piel de gallina.

Investigando tras ver esta película encontré que a Georgi le empieza a sonreír la fortuna. En parte por el documental, en parte por su emprendimiento ha saltado a la luz pública y ahora hasta se pueden hacer donaciones por internet para su centro. Me alegra esto, y mucho, porque lo que vi en ese filme fue a un hombre entregado a los demás, un hombre que no cejaba ante la ola de zancadillas que le metían, un hombre que merece lo mejor porque es justamente eso lo que hace. Georgi Lulchev es la cara humana de la psiquiatría, una cara que muchos deberían ver cuando se miran al espejo. Más que recomendable la película. Mírenla, mírenla, mírenla.

8.5.11

Nota Mental 004

er árbitro de fútbol y ser chapa son las profesiones más románticas que existen. No son profesiones que se ejerzan por necesidad (como puede ser puta, recogedor de basura, vendedor ambulante...) pero son profesiones en las que no tienes ningún beneficio y hagas bien o hagas mal te van a recordar a tu madre. 

7.5.11

Nota Mental 003

ué cosas, caracho… Ahora resulta que los “bárbaros y retrógradas” talibanes reaccionan a la muerte de su líder más científicamente que los “inmaculados y lúcidos” católicos a la del Papa. Nótese que mientras los unos proclaman que “no fue un profeta del siglo XX sino un hombre de creencia islamista” los otros corren a canonizarlo por presuntos vínculos divinos.

30.4.11

Nota Mental 002


i existe una literatura pródiga en personajes es la literatura rusa. Rubén Blades es el novelista ruso de la salsa. Escúchese Paula C, Pablo Pueblo, Pedro Navaja, Juan Pachanga, Ligia Elena, Manuela... 

Nota Mental 001


arece que ser de ascendencia judía, vivir en Nueva York e incursionar en las artes desarrolla una hipersexualidad y un sentido de lo sórdido muy estéticos. Revísese Woody Allen, Philip Roth, Henry Miller... 

Nota Mental 000


ara darle más dinámica a este blog, una como de guerra de guerrillas, inauguro esta sección de notas mentales. Son ideas más o menos estúpidas que se me van ocurriendo en mi existencia diaria. 

7.4.11

El Presidente


ue un día de agenda estrecha para el Presidente. Recepción en la cancillería con el agregado cultural belga, inauguración del nuevo hospital bajo la luminaria de los flashes, decretos, inspección de campo a la nueva autopista al sur, decretos, decretos y aún más decretos. Más allá de la medianoche cuando ya todas sus plumas estaban secas de dibujar invariables su firma, se dejó caer sobre su amplio sillón, aquel que ha albergado las ancas de muchos de los primeros hombres de la patria.
-¡Tráiganme un whiskey! - gritó al vacío, seguro de que alguien en el despacho contiguo obedecería.
Solícito apareció su edecán –el mejor amigo del hombre – con  el brebaje en enfriamiento en una mano y con la otra atrás, como agarrándose la cola que bailaba de la felicidad de ser justamente él quien sirviera al Presidente en horas tan atípicas. Se trabajaba en su lógica pueblerina una senda hacia futuros ascensos que lo llevarían lejos, tal vez, como le había pronosticado su madrecita santa la bendición, tal vez, hasta la alcaldía de algún pueblo olvidado, mejor aún si era el de su taita.
-Gracias – dijo el Presidente – ahora retírese y deme diciendo a mi mujer que no voy a dormir en casa. Tengo reunión con los ministros mañana temprano. Me quedo en Palacio.
Una vez despachados todos los empleados, se quitó la corbata y dejando el vaso todavía lleno sobre la mesa se reclinó sobre el sillón. Las brasas alcohólicas del vaso, culpables de tantos corazones enardecidos, llevaron al llanto a los últimos hielos.

De no estar todos ya irrevocablemente muertos, los campaneros de las iglesias hubieran dado los cinco golpes matutinos a sus moles de bronce. De no estar profundamente dormido, hubiera sentido el Presidente que algo se forjaba en su interior. Algo, una fuerza extraña y que como un líquido se iba regando por el interior de su cuerpo, ese recipiente que lo contenía. Aumentaba la tensión y la lucha de ese cuerpo extraño, pero a pesar de esto el Presidente dormía como un bendito. Cuando el cuerpo del durmiente ya no daba para más, se encogió como con un hipo encasquillado y soltó un ruido sordo, de ecos de piedra y cal, que rodeándolo de un polvillo blancuzco hacían pensar que alguien había estornudado en una catacumba. Esa nube de polvo fue tomando cuerpo hasta formar todos y cada uno de los rasgos del Presidente que dormitaba aún en su sillón. La misma camisa blanca con el cuello desabotonado, la misma chaqueta gris de las recepciones, el mismo reloj imitación de oro… Nada parecía inquietar al nuevo y etéreo Presidente. Su tranquilidad ante la situación parecía indicar que era ya un viejo zorro en las lides de lo insólito, si bien era la primera vez que algo así le pasaba. Tomó el vaso del diluido whiskey y apuró un trago, pero lo escupió entero. Esos hielos comprados en gasolinera le maleaban su escocés con un dejo de subsidio estatal.

En el pasillo que daba a la calle se encontró con el guardia nocturno que con la cabeza hacia atrás y la boca abierta dormía descuajaringado. Furioso el Presidente le increpó:
-¡Irresponsable! ¡Inepto! ¡Vago! ¡Indolente! – ya dubitativo, por la total falta de respuesta del guardián - ¿Irrespetuoso? ¿Sordo? ¿Está usted bien, cabo? ¡¿Me escucha?!
-No se gaste. No puede oírle, nadie puede – susurró una voz a su costado.
-¿Quién es usted? – dijo entre asustado e intrigado el Presidente al ver a su interlocutor, un hombre encadenado y de ropas gastadas que parecían del siglo anterior.
El hombre no quiso decir su nombre pero se presentó como el caro amigo de un ex presidente, que tras ser expulsado del palacio por una de las tantas revolucioncitas de la republiqueta, no pudo ayudarlo a escapar de su escondite de evadido de la prisión. Se apresuró a aclarar que lo de la prisión se debía nada más que a un lío de faldas y pantalones, agravado porque de sus pantalones salió un revólver y de esas faldas, un tiempo después, una nenita de nombre María Esther. Sus pesadas cadenas, que en el apuro de huir de la prisión no pudo cortar, fueron el ancla que lo dejó plantado en el palacio hasta que una bayoneta robada a un granadero y en manos de un revoltoso puso fin a sus días. Desde aquel episodio – para nadie tan trágico como para él, claro está – se dedica a dar relajados paseos por el palacio. En las noches suele recorrerlo entero, asustando a uno que otro gato y a todos aquellos mandatarios que eligen los gallos y la medianoche para acabar aquellos negocios siempre tan provechosos para sus gobernados. He ahí por qué es el mayor depositario de secretos de estado y de alcoba.
Puso al corriente al Presidente de su condición de ánima y ayudándole a abrir el pesado portón, de tal forma que no despertase al guardián, lo acompañó hasta la calle. Sin decir palabra se dio media vuelta y desapareció por el hueco de la puerta.

Ya amanecía, y por sobre la manta verde del monte aparecía esa luz horizontal que solo toca las cúpulas y sus palomas, dejando morir de frío a los mendigos, a los perros y a los borrachos. La plaza matutina, eternamente vestida de traje largo, daba el aspecto de un salón de fiestas al cual la gente había llegado antes de ser invitada. Para los trasnochados que se encontraban con los madrugadores las primeras cafeterías empezaban a abrir sus puertas. Hambriento en la nostalgia por un sencillo café con humitas, fue hacia allá donde se dirigió. Notó en su trayecto que si bien la mayoría de los viandantes lo ignoraba totalmente, había quienes lo saludaban corteses. Entendió en ese momento que en aquella ciudad de poncho y  de sotana a muchos les ocurría lo que a él. Y que, de igual forma que a él, a nadie parecía sorprenderle.
Entró indeciso al café, como quien llega a donde se sabe no querido. Tres ancianos en una mesa lo saludaron y lo invitaron a sentarse. Obedeció – tampoco hubiera sabido qué más hacer – y se sentó. Ninguno de los tres le prestó más atención. Le convidaron una humita y una sosa taza de café y lo olvidaron, tanto como se olvidaron entre sí. A medida que fueron acabando su comida se fueron retirando, despidiéndose en silencio con una inclinación de cabeza. Esto al Presidente no le molestó. Tras tanto tiempo de edecanes sumisos, ministros lameculos y funcionarios esclavos, sentirse ignorado era algo que podía permitirse.
En nubes de humo se iba enfriando su café, que de todas formas no estaba dispuesto a tomar. Sentado en su sillita de madera veía por la ventana a los peatones que pasaban, intentando caracterizar a cada uno de ellos: poncho verde, corbata a cuadros y chaqueta a rayas, qué horror, niños con bolsillos rebosantes de canicas, jóvenes incómodos en uniforme colegial, viejos tan viejos como la ciudad; algunos lo saludaban, otros ni siquiera lo veían, pero todos, todos, cargaban a cuestas su propia existencia extraña, tercos como caracoles. No tenía sentido el adivinarles a cada uno de ellos una vida y un origen – nunca lo ha tenido, sometidos como estamos a los arcanos del gratuito azar – menos aún ese día en el que las cosas ocurrían de manera tan anormal.
Por fuerza de costumbre, al salir dejó sobre la mesa un billete que creyó cubriría el gasto.

En la ciudad reinaba ese ambiente meloso, inmóvil y gris que bien dicen precede a toda tormenta, incluso a una política. Las gentes se reunían donde encontraban una televisión o una radio sintonizada con los noticieros. Eran grupos de caras largas y cejijuntos gestos de admiración. Se rumoreaba que en Palacio el Presidente había disuelto el Congreso y se había proclamado dictador. El Presidente se acercó a ellos. Horrorizado con la noticia empezó a rememorar. Los últimos habían sido meses difíciles, con una cada vez peor relación con la oposición que crecía a un ritmo incontrolable. Todo diálogo con los grupos de estudiantes había llegado a un punto muerto y no fueron pocas las veces que estuvo a punto de ordenar el cierre de la Universidad. Pero a pesar de todos los inconvenientes su fuerte razón democrática logró imponerse siempre a los devaneos de su ira con el autoritarismo. Siempre, hasta ese día. La oposición anunció una rápida respuesta y puso en marcha una manifestación hacia el palacio. El Presidente debía regresar también.

A dos cuadras de la plaza se oían ya los exaltados gritos de la muchedumbre. Flameaban al viento banderas de doctrinas y países que muy pocos conocían, y se envalentonaban insultando a la policía. El Presidente se coló en la multitud, donde quienes lo veían lo incitaban a gritar. Invirtiendo la lógica, la línea de policías que resguardaba el palacio estaba cada vez más arrinconada y asemejaba un grupo de condenados a fusilamiento. El Presidente había llegado ya a la primera línea y ningún policía parecía haberlo advertido. Las caras nerviosas de los oficiales daban seguridad a los pendencieros manifestantes, que viéndose superiores en número, en voluntad y en valentía se creían invencibles. La masa dio unos pasos hacia adelante, achicando la distancia que los separaba de los cañones de los fusiles, empujando el destino, apurando su suerte. Al ver esto el oficial al mando del operativo ordenó a su batallón apuntar. Los rifles enfilaron sus dientes hacia la gente. Con ansias trasnochadas de martirio el populacho avanzó aún más. El oficial en jefe, retaco y moreno, con un bigote a caballo entre uno mal afeitado y uno nunca crecido, gritó finalmente ¡fuego! El Presidente intentó detenerlos gritando la contraorden, pero nadie lo escuchó. Apuntando la mira la policía apretó el gatillo y descargó todo el peso de la ley en contantes balas de plomo. La masa sólida de la multitud empezó a desmoronarse. El Presidente gritaba desesperado procurando evitar la masacre, pero no pudo evitar que los agentes dispararan sobre los que hasta ayer eran sus vecinos, sus compadres y comadres, sus tenderos o sus boticarios; olvidándose del día siguiente, masacrando la vecindad que se renueva cada mañana con el saludo en la puerta del hogar. La impotencia y la rabia lo hacían pegar alaridos llorosos, ahora que frente a sí tenía al escuadrón policial, a su alrededor los cadáveres de los insensatos protestantes y a sus espaldas lo que quedó de aquella turbamulta que dejó atrás tantos compañeros. Entre los caídos alcanzó a divisar a una joven agonizante que le hacía señas, tal vez la única que podía verlo. Su cuerpo, machacado por las coces de sus compañeros que huían presos del pavor, se deshilachaba con cada respiro.  Se acercó a ella y la tomó en sus brazos, a la vez que las victoriosas tropas cesaban el fuego. Con ese cuerpo juvenil en sus brazos, flor fugaz que abortó su fruto, alcanzó a dar dos pasos hacia la línea policial. De atrás de uno de los policías más corpulentos apareció otro, armado con un mosquetón y con la mirada inyectada de esa sangre picada de pólvora. Certero e infalible apuntó al Presidente, el último manifestante en pie en la plaza. La oscuridad sin fin de la muerte empezó con la luz de la explosión. La bala entró por sobre el ojo derecho. Ambos cuerpos cayeron sin frenos, en tumbas callejeras que ninguna magdalena podrá llorar jamás.



Epílogo

Cualquier semejanza con la vida real corre por cuenta de su cochina conciencia.