ue un día de agenda estrecha para el
Presidente. Recepción en la cancillería con el agregado cultural belga,
inauguración del nuevo hospital bajo la luminaria de los flashes, decretos,
inspección de campo a la nueva autopista al sur, decretos, decretos y aún más
decretos. Más allá de la medianoche cuando ya todas sus plumas estaban secas de
dibujar invariables su firma, se dejó caer sobre su amplio sillón, aquel que ha
albergado las ancas de muchos de los primeros hombres de la patria.
-¡Tráiganme un whiskey! - gritó al vacío,
seguro de que alguien en el despacho contiguo obedecería.
Solícito apareció su edecán –el mejor amigo
del hombre – con el brebaje en
enfriamiento en una mano y con la otra atrás, como agarrándose la cola que bailaba
de la felicidad de ser justamente él quien sirviera al Presidente en horas tan
atípicas. Se trabajaba en su lógica pueblerina una senda hacia futuros ascensos
que lo llevarían lejos, tal vez, como le había pronosticado su madrecita santa la bendición, tal vez,
hasta la alcaldía de algún pueblo olvidado, mejor aún si era el de su taita.
-Gracias – dijo el Presidente – ahora retírese
y deme diciendo a mi mujer que no voy a dormir en casa. Tengo reunión con los
ministros mañana temprano. Me quedo en Palacio.
Una vez despachados todos los empleados, se
quitó la corbata y dejando el vaso todavía lleno sobre la mesa se reclinó sobre
el sillón. Las brasas alcohólicas del vaso, culpables de tantos corazones
enardecidos, llevaron al llanto a los últimos hielos.
De no estar todos ya irrevocablemente muertos,
los campaneros de las iglesias hubieran dado los cinco golpes matutinos a sus
moles de bronce. De no estar profundamente dormido, hubiera sentido el
Presidente que algo se forjaba en su interior. Algo, una fuerza extraña y que
como un líquido se iba regando por el interior de su cuerpo, ese recipiente que
lo contenía. Aumentaba la tensión y la lucha de ese cuerpo extraño, pero a
pesar de esto el Presidente dormía como un bendito. Cuando el cuerpo del
durmiente ya no daba para más, se encogió como con un hipo encasquillado y
soltó un ruido sordo, de ecos de piedra y cal, que rodeándolo de un polvillo
blancuzco hacían pensar que alguien había estornudado en una catacumba. Esa
nube de polvo fue tomando cuerpo hasta formar todos y cada uno de los rasgos
del Presidente que dormitaba aún en su sillón. La misma camisa blanca con el
cuello desabotonado, la misma chaqueta gris de las recepciones, el mismo reloj
imitación de oro… Nada parecía inquietar al nuevo y etéreo Presidente. Su
tranquilidad ante la situación parecía indicar que era ya un viejo zorro en las
lides de lo insólito, si bien era la primera vez que algo así le pasaba. Tomó
el vaso del diluido whiskey y apuró un trago, pero lo escupió entero. Esos
hielos comprados en gasolinera le maleaban su escocés con un dejo de subsidio
estatal.
En el pasillo que daba a la calle se encontró
con el guardia nocturno que con la cabeza hacia atrás y la boca abierta dormía
descuajaringado. Furioso el Presidente le increpó:
-¡Irresponsable! ¡Inepto! ¡Vago! ¡Indolente! –
ya dubitativo, por la total falta de respuesta del guardián - ¿Irrespetuoso?
¿Sordo? ¿Está usted bien, cabo? ¡¿Me escucha?!
-No se gaste. No puede oírle, nadie puede –
susurró una voz a su costado.
-¿Quién es usted? – dijo entre asustado e
intrigado el Presidente al ver a su interlocutor, un hombre encadenado y de
ropas gastadas que parecían del siglo anterior.
El hombre no quiso decir su nombre pero se
presentó como el caro amigo de un ex presidente, que tras ser expulsado del
palacio por una de las tantas revolucioncitas de la republiqueta, no pudo
ayudarlo a escapar de su escondite de evadido de la prisión. Se apresuró a
aclarar que lo de la prisión se debía nada más que a un lío de faldas y
pantalones, agravado porque de sus pantalones salió un revólver y de esas
faldas, un tiempo después, una nenita de nombre María Esther. Sus pesadas
cadenas, que en el apuro de huir de la prisión no pudo cortar, fueron el ancla
que lo dejó plantado en el palacio hasta que una bayoneta robada a un granadero
y en manos de un revoltoso puso fin a sus días. Desde aquel episodio – para
nadie tan trágico como para él, claro está – se dedica a dar relajados paseos
por el palacio. En las noches suele recorrerlo entero, asustando a uno que otro
gato y a todos aquellos mandatarios que eligen los gallos y la medianoche para
acabar aquellos negocios siempre tan provechosos para sus gobernados. He ahí
por qué es el mayor depositario de secretos de estado y de alcoba.
Puso al corriente al Presidente de su
condición de ánima y ayudándole a abrir el pesado portón, de tal forma que no
despertase al guardián, lo acompañó hasta la calle. Sin decir palabra se dio
media vuelta y desapareció por el hueco de la puerta.
Ya amanecía, y por sobre la manta verde del
monte aparecía esa luz horizontal que solo toca las cúpulas y sus palomas,
dejando morir de frío a los mendigos, a los perros y a los borrachos. La plaza
matutina, eternamente vestida de traje largo, daba el aspecto de un salón de
fiestas al cual la gente había llegado antes de ser invitada. Para los
trasnochados que se encontraban con los madrugadores las primeras cafeterías
empezaban a abrir sus puertas. Hambriento en la nostalgia por un sencillo café
con humitas, fue hacia allá donde se dirigió. Notó en su trayecto que si bien
la mayoría de los viandantes lo ignoraba totalmente, había quienes lo saludaban
corteses. Entendió en ese momento que en aquella ciudad de poncho y de sotana a muchos les ocurría lo que a él. Y
que, de igual forma que a él, a nadie parecía sorprenderle.
Entró indeciso al café, como quien llega a
donde se sabe no querido. Tres ancianos en una mesa lo saludaron y lo invitaron
a sentarse. Obedeció – tampoco hubiera sabido qué más hacer – y se sentó.
Ninguno de los tres le prestó más atención. Le convidaron una humita y una sosa
taza de café y lo olvidaron, tanto como se olvidaron entre sí. A medida que
fueron acabando su comida se fueron retirando, despidiéndose en silencio con
una inclinación de cabeza. Esto al Presidente no le molestó. Tras tanto tiempo
de edecanes sumisos, ministros lameculos y funcionarios esclavos, sentirse
ignorado era algo que podía permitirse.
En nubes de humo se iba enfriando su café, que
de todas formas no estaba dispuesto a tomar. Sentado en su sillita de madera
veía por la ventana a los peatones que pasaban, intentando caracterizar a cada
uno de ellos: poncho verde, corbata a cuadros y chaqueta a rayas, qué horror,
niños con bolsillos rebosantes de canicas, jóvenes incómodos en uniforme
colegial, viejos tan viejos como la ciudad; algunos lo saludaban, otros ni
siquiera lo veían, pero todos, todos, cargaban a cuestas su propia existencia
extraña, tercos como caracoles. No tenía sentido el adivinarles a cada uno de
ellos una vida y un origen – nunca lo ha tenido, sometidos como estamos a los
arcanos del gratuito azar – menos aún ese día en el que las cosas ocurrían de
manera tan anormal.
Por fuerza de costumbre, al salir dejó sobre
la mesa un billete que creyó cubriría el gasto.
En la ciudad reinaba ese ambiente meloso,
inmóvil y gris que bien dicen precede a toda tormenta, incluso a una política.
Las gentes se reunían donde encontraban una televisión o una radio sintonizada
con los noticieros. Eran grupos de caras largas y cejijuntos gestos de
admiración. Se rumoreaba que en Palacio el Presidente había disuelto el
Congreso y se había proclamado dictador. El Presidente se acercó a ellos.
Horrorizado con la noticia empezó a rememorar. Los últimos habían sido meses
difíciles, con una cada vez peor relación con la oposición que crecía a un
ritmo incontrolable. Todo diálogo con los grupos de estudiantes había llegado a
un punto muerto y no fueron pocas las veces que estuvo a punto de ordenar el
cierre de la Universidad. Pero a pesar de todos los inconvenientes su fuerte
razón democrática logró imponerse siempre a los devaneos de su ira con el
autoritarismo. Siempre, hasta ese día. La oposición anunció una rápida
respuesta y puso en marcha una manifestación hacia el palacio. El Presidente
debía regresar también.
A dos cuadras de la plaza se oían ya los
exaltados gritos de la muchedumbre. Flameaban al viento banderas de doctrinas y
países que muy pocos conocían, y se envalentonaban insultando a la policía. El
Presidente se coló en la multitud, donde quienes lo veían lo incitaban a
gritar. Invirtiendo la lógica, la línea de policías que resguardaba el palacio
estaba cada vez más arrinconada y asemejaba un grupo de condenados a
fusilamiento. El Presidente había llegado ya a la primera línea y ningún
policía parecía haberlo advertido. Las caras nerviosas de los oficiales daban
seguridad a los pendencieros manifestantes, que viéndose superiores en número,
en voluntad y en valentía se creían invencibles. La masa dio unos pasos hacia
adelante, achicando la distancia que los separaba de los cañones de los fusiles,
empujando el destino, apurando su suerte. Al ver esto el oficial al mando del
operativo ordenó a su batallón apuntar. Los rifles enfilaron sus dientes hacia
la gente. Con ansias trasnochadas de martirio el populacho avanzó aún más. El
oficial en jefe, retaco y moreno, con un bigote a caballo entre uno mal
afeitado y uno nunca crecido, gritó finalmente ¡fuego! El Presidente intentó
detenerlos gritando la contraorden, pero nadie lo escuchó. Apuntando la mira la
policía apretó el gatillo y descargó todo el peso de la ley en contantes balas
de plomo. La masa sólida de la multitud empezó a desmoronarse. El Presidente
gritaba desesperado procurando evitar la masacre, pero no pudo evitar que los
agentes dispararan sobre los que hasta ayer eran sus vecinos, sus compadres y
comadres, sus tenderos o sus boticarios; olvidándose del día siguiente,
masacrando la vecindad que se renueva cada mañana con el saludo en la puerta
del hogar. La impotencia y la rabia lo hacían pegar alaridos llorosos, ahora
que frente a sí tenía al escuadrón policial, a su alrededor los cadáveres de
los insensatos protestantes y a sus espaldas lo que quedó de aquella turbamulta
que dejó atrás tantos compañeros. Entre los caídos alcanzó a divisar a una
joven agonizante que le hacía señas, tal vez la única que podía verlo. Su cuerpo,
machacado por las coces de sus compañeros que huían presos del pavor, se
deshilachaba con cada respiro. Se acercó
a ella y la tomó en sus brazos, a la vez que las victoriosas tropas cesaban el
fuego. Con ese cuerpo juvenil en sus brazos, flor fugaz que abortó su fruto,
alcanzó a dar dos pasos hacia la línea policial. De atrás de uno de los
policías más corpulentos apareció otro, armado con un mosquetón y con la mirada
inyectada de esa sangre picada de pólvora. Certero e infalible apuntó al
Presidente, el último manifestante en pie en la plaza. La oscuridad sin fin de
la muerte empezó con la luz de la explosión. La bala entró por sobre el ojo
derecho. Ambos cuerpos cayeron sin frenos, en tumbas callejeras que ninguna
magdalena podrá llorar jamás.