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10.7.12

La historia que no fue



El campo del intelectual es por definición la conciencia.
Un intelectual que no comprende lo que pasa en su tiempo y en su país es una contradicción andante y el que comprendiendo no actúa tendrá un lugar en la antología del llanto pero no en la historia viva de su tierra.

Rodolfo Walsh


ingir que leía era su pasatiempo favorito. Echado boca arriba y con el libro abierto se le iban las horas, y en ellas, la vida. Viéndolo así nadie lo importunaba y él podía entregarse a los más yermos pensamientos. Era un cerco imbatible, tan solo vulnerado por algún vendedor decidido o por alguna pelota de fútbol fuera de órbita. Pero estos eran enemigos que ahora no podían interrumpirlo. Encerrado en su cuarto estaba bastante a salvo del mundo exterior.

Las sábanas enredadas eran un lugar grandioso para pensar en nada, pero no le brindaban el placer exhibicionista de hacerlo en público. Le fascinaba esa especie de sortilegio que emanan los libros. Un pobre diablo sentado en un parque con un libro en la mano tendría siempre más consideraciones que cualquier otro pezzo di pane que no llevara consigo el mágico instrumento. Incluso servían como un salvoconducto para no cederles el asiento a las señoras en el bus. Era cuando los graves y sabios bigotudos mostraban las costuras, se veían pillados en su ignorancia e idolatría, y era cuando él se regodeaba en su infinita superioridad.

La repetición sistemática de la nada puede volverse accidentalmente una tarea de acumulación. Constreñidos por la estrechez de los cerebros racionalistas apostólicos católicos romanos, la nada no puede ser pensada más que como algo. Un vacío real sería un bache imposible en la autopista del saber. A él le gustaba pensar la nada como latas vacías de cerveza. O de cola. O de lo que fuere, pero vacías. Su mente era el piso de una cantina a punto de cerrar. Años de tenderse a pensar en nada bajo el follaje protector de los libros le habían llenado la cabeza de latas vacías; llovidas, escupidas, goteadas de las vírgenes páginas. Ese algo –que es nada – llevaba tiempos acumulándose.

Cara a cara con el libro, sus ojos paseaban por sobre las palabras sin tocarlas. Ese ejercicio estéril –tanto como recorrer el mapa de una región que se planea evitar – era el arrullo que su cerebro necesitaba para anularse. El suave sobrevuelo se interrumpió a mitad de página. Ocho palabras juntas, batería antiaérea; una oración sencilla lo detuvo. La última gota de nada se vertió en su cabeza, justamente aquella que rebalsaría la presa. El libro y su mano cayeron sobre la cama. Su cabeza giró, como guiada por una mano misteriosa. Sobre su escritorio yacía un cuaderno abierto. La página en blanco –permisiva y tiránica, metáfora perfecta de la libertad sartreana – se perfilaba como un poderoso disparador. Como los ojos de una mujer ardiente, aquellas líneas vacías pedían ser poseídas por él, trazadas con palabras fruto de su vientre, inundadas por su semilla; prometían, por agradecimiento, devolver el reflejo esencial de su amante.

Cuando se teme a la propia desnudez el peor de los victimarios son los espejos. El peligro que brotaba de aquel pedazo de papel en blanco tenía la atracción de una fuerza universal. Se levantó de la cama y dio tres pasos hasta llegar frente al cuaderno. Era consciente de que, con sólo dibujar una palabra, un muro de contención caería en su cerebro y un río de ideas lo dibujaría a él con descarnado detalle. Le prometían su mejor retrato: una instantánea cruelmente perfecta. Posó la mano sobre la pluma palpitante de tinta azul. Cerró el cuaderno y salió del cuarto.