El campo del intelectual es
por definición la conciencia.
Un intelectual que no
comprende lo que pasa en su tiempo y en su país es una contradicción andante y
el que comprendiendo no actúa tendrá un lugar en la antología del llanto pero
no en la historia viva de su tierra.
Rodolfo Walsh
ingir que leía
era su pasatiempo favorito. Echado boca arriba y con el libro abierto se le
iban las horas, y en ellas, la vida. Viéndolo así nadie lo importunaba y él
podía entregarse a los más yermos pensamientos. Era un cerco imbatible, tan
solo vulnerado por algún vendedor decidido o por alguna pelota de fútbol fuera
de órbita. Pero estos eran enemigos que ahora no podían interrumpirlo. Encerrado
en su cuarto estaba bastante a salvo del mundo exterior.
Las sábanas
enredadas eran un lugar grandioso para pensar en nada, pero no le brindaban el placer exhibicionista de hacerlo en
público. Le fascinaba esa especie de sortilegio que emanan los libros. Un pobre
diablo sentado en un parque con un libro en la mano tendría siempre más
consideraciones que cualquier otro pezzo
di pane que no llevara consigo el mágico instrumento. Incluso servían como
un salvoconducto para no cederles el asiento a las señoras en el bus. Era cuando
los graves y sabios bigotudos mostraban las costuras, se veían pillados en su
ignorancia e idolatría, y era cuando él se regodeaba en su infinita
superioridad.
La repetición
sistemática de la nada puede volverse
accidentalmente una tarea de acumulación. Constreñidos por la estrechez de los
cerebros racionalistas apostólicos católicos romanos, la nada no puede ser pensada más que como algo. Un vacío real sería un bache imposible en la autopista del
saber. A él le gustaba pensar la nada como
latas vacías de cerveza. O de cola. O de lo que fuere, pero vacías. Su mente
era el piso de una cantina a punto de cerrar. Años de tenderse a pensar en nada bajo el follaje protector de los
libros le habían llenado la cabeza de latas vacías; llovidas, escupidas,
goteadas de las vírgenes páginas. Ese algo
–que es nada – llevaba tiempos
acumulándose.
Cara a cara con
el libro, sus ojos paseaban por sobre las palabras sin tocarlas. Ese ejercicio
estéril –tanto como recorrer el mapa de una región que se planea evitar – era el
arrullo que su cerebro necesitaba para anularse. El suave
sobrevuelo se interrumpió a mitad de página. Ocho palabras juntas, batería
antiaérea; una oración sencilla lo detuvo. La última gota de nada se vertió en su cabeza, justamente
aquella que rebalsaría la presa. El libro y su mano cayeron sobre la cama. Su cabeza
giró, como guiada por una mano misteriosa. Sobre su escritorio yacía un
cuaderno abierto. La página en blanco –permisiva y tiránica, metáfora perfecta
de la libertad sartreana – se perfilaba como un poderoso disparador. Como los
ojos de una mujer ardiente, aquellas líneas vacías pedían ser poseídas por él,
trazadas con palabras fruto de su vientre,
inundadas por su semilla; prometían,
por agradecimiento, devolver el reflejo esencial de su amante.
Cuando se teme a
la propia desnudez el peor de los victimarios son los espejos. El peligro que
brotaba de aquel pedazo de papel en blanco tenía la atracción de una fuerza
universal. Se levantó de la cama y dio tres pasos hasta llegar frente al
cuaderno. Era consciente de que, con sólo dibujar una palabra, un muro de
contención caería en su cerebro y un río de ideas lo dibujaría a él con
descarnado detalle. Le prometían su mejor retrato: una instantánea cruelmente
perfecta. Posó la mano sobre la pluma palpitante de tinta azul. Cerró el
cuaderno y salió del cuarto.