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obstinadamente el blog menos leído del internet

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27.9.10

El Universo T


arantino me encanta. La firma de este gringo de amplia frente me da a priori la garantía de calidad que es necesaria para empezar a adorar a un director por sobre sus obras. En el cine detesto los disparos, me dan náuseas los ríos de sangre y vértigo las persecuciones a alta velocidad; la Santísima Trinidad hollywoodense. Pero a Quentin Tarantino no solo le tolero estos artificios si no que casi se los exijo. No conozco de otro director que logre presentar la ultraviolencia (a excepción de Kubrick en La Naranja Mecánica. Sólo en esa, porque en Full Metal Jacket sí padecí, aunque no deja de ser un peliculón) de una manera tan fresca y espontánea. Como quien no quiere la cosa, Tarantino hace malabares con armas, heridas y muertes, y termina en las antípodas de la hostilidad y la rudeza. Es tan intensivo el uso de la violencia en sus obras que llega al punto en el que al espectador sólo le quedan dos reacciones posibles, las arcadas o las carcajadas, y con una elegancia para nada despreciable él logra siempre llevarnos hasta estas últimas. La violencia se pasea por el universo T como una juguetona y jovial ninfa, siempre dispuesta a la broma, y no como las terribles y graves gorgonas a las que recurren la mayoría de películas; no sé por qué se me viene a la mente Saw… No sabría precisar el por qué de esta diferencia; tal vez en esa ignorancia resida el motivo de mi afición; pero, aunque con mucho riesgo a equivocarme, me aventuraría a decir que todo se debe a la personalidad del director. Creo ver en Tarantino, a través de sus películas, la sanísima costumbre de reírse de uno mismo. Y aquí entra, por fin, el motivo originario de esta perorata; la última película que vi: El Mariachi, la producción mexicana. Una película tarantiniana a carta cabal. Tanto lo es, que el ya citado director filmaría años más tarde su propia versión de la misma. Si una película tiene actuaciones forzadas, un guión forzado y un final forzado, forzosamente pensaríamos que se trata de un pésimo trabajo. Mas no. No, no, no. Esto no se aplica con El Mariachi. Sin ser una joya indispensable del cine mundial, es mucho más potable que un sinnúmero de películas de mayor presupuesto. De hecho, me fascinó. ¿Cuál es la clave? Lo ya dicho anteriormente: el saber reírse de uno mismo. El conocer las propias limitaciones y no esconderlas con vergüenza si no explorarlas y sacar lo que de potencialmente bueno haya en ellas. Como Ícaro, las obras se pierden por tratar de ser lo que no son. Se intenta encuadrar en Comedia películas sosas, películas predecibles dentro de suspenso; y causan más rebulicio con esas nebulosas clasificaciones mixtas del tipo drama-comedia, suspenso-aventura, etc. Alas de cera, todas. Estoy convencido de que el director de El Mariachi no estaba pensando cómo definir su película. De seguro que el director de El Mariachi estaba gozando su trabajo, a pesar de estar consciente de sus falencias. Y esa honestidad yo la agradezco, y me imagino que Tarantino hizo lo propio en su momento. El hecho de que un director de su talento (a nadie le sale Pulp Fiction por error) tome elementos del “otro” cine, de aquel cine hasta cierto punto guerrillero por irregular y marginal, me parece de una audacia admirable. Podría ser mal visto como un plagio, pero sin duda Tarantino salva su pellejo por la gratitud que no ha ocultado hacia las películas de bajo presupuesto. El conjunto de su obra me parece un justo homenaje al cine clase B, relegado actualmente por las cadenas de salas que extinguieron al cine de barrio. Hay un afán lúdico y una jovialidad inmortal en su trabajo. Alguien dijo: “No te tomes la vida tan en serio, al fin y al cabo no saldrás vivo de ella.”. Tal vez sin saberlo Tarantino es fiel discípulo de esta máxima, y en su formación como persona y como creador no es poco el papel que jugaron películas como El Mariachi. Razón de más para verla, ¿no?

10.9.10

La muerte de don Rodrigo


entro de quince minutos el reloj de la pared marcaría las diez de la noche, la hora escogida para dar formal inicio a la ceremonia. Dos escuetos arreglos florales flanqueaban el cajón y procuraban darle color a una más bien pálida y desolada habitación. Solo los familiares y amigos más cercanos se encontraban ya en la sala, paseando sus ropas negras y obligadamente cariacontecidos. No eran muchos, por cierto, ya que don Rodrigo no era exactamente una persona popular. Personificación del burócrata promedio, había quemado su vida en un cubículo de dos por dos que lo entronaba como subjefe de alguna impotente sección de la función judicial. Ignorado por sus superiores, detestado por sus dos o tres subalternos (que lo habían honrado con el nobiliario “don” tan solo para no recordarle su título de doctor, que por innúmeras perradas de la vida nunca pudo ejercer); don Rodrigo navegaba a la deriva en su consciente ridiculez y una incipiente obesidad. Con un currículo como este, no fueron pocos los que pensaron que su muerte era la primera cosa positiva que le pasaba. Lástima que seamos objetos de una sola vida.


-¡Ya vienen! ¡Ya vienen!-dijo Irmita, la eterna compañera de chismes de Rosita, la viuda.
Sin poder disimular enteramente la sorpresa de que llegue gente, Rosita se dirigió a ocupar su puesto de mujer del difunto, a escasos metros del ataúd. Los misentidopésames, los losientomuchos, los estáenunlugarmejor, y todas las frases hechas que se inventaron para darnos una mano a los que nunca sabemos qué decir en ese tipo de circunstancias, llenaron el espacio de esos abrazos vacíos. Media hora después, y de acuerdo al plan, llegó el cura para dirigir los rezos. Por pedido especial de la hermana del finado, Rocío, de ocho añitos, sobrina de don Rodrigo, iba a tocar la guitarra para acompañar los cánticos. Desde el taburete que le serviría de altar en la fugaz ceremonia, el cura pudo comprobar la heterogeneidad etaria de los asistentes. Eran trece personas, desde los seis años hasta los setenta. Divididos por edades cada grupo tenía su entretenimiento. Los mayores, más formales, se encargaban de asistir a la viuda, que, para sorpresa de todos (y de nadie), parecía no darse por enterada del suceso y con mirada serena guardaba silencio. De los jóvenes, los niños jugaban apocadamente y los mayorcitos se conocían entre sí.
-Hijos míos-dijo el cura, intentando meter orden en esta ceremonia que se parecía cada vez menos a un velorio-vamos a rezar por el alma de nuestro hermano Rodrigo, que hoy ha partido para encontrarse con…
Veinte minutos duró la misa, siempre pegada a la norma tácita del “no hay muerto malo”. Los talentos de Rocío con la guitarra no fueron los suficientes para que, rasgándola, humedeciera los ojos de algún asistente. Acabada la misa los niños salieron en estampida hacia el patio a jugar, probando un poquito de la noche que los adultos les suelen negar con sus horarios para ir a la cama. Los jóvenes, de igual forma, rehuyendo a la rigidez obligatoria fueron a refugiar su espontaneidad bajo la sombra nocturna del árbol del jardín. Es fácil la labor para todos cuando la viuda llora desconsoladamente. La receta del médico dice; abrazarla, darle un té y llevarla a que tome aire. Rosita acababa de perder al hombre con el que había estado unida y que había amado por más de cuarenta años y por mucho menos de cuarenta, respectivamente, y en su rostro despejado no se veía la menor contrariedad. Ninguno de los presentes sabía muy bien cómo proceder. Al ser familiares y amigos cercanos sentían la obligación de estar tristes, pero sincerándose secretamente descubrían lo muy poco que los movía la muerte de don Rodrigo. La misma actitud de la viuda era una especie de licencia para con ellos mismos. Al principio forzadamente, pero luego con una naturalidad creciente, la conversación fue derivando a temas cada vez más banales. Por igual, el volumen de las voces, que empezaron como tibios murmullos, terminó sobrepasando el nivel de la normalidad. El olor de las flores fue tapado por el de café con ron que felizmente alguien preparó, y con esto el último recuerdo abandonó a don Rodrigo, en esa su noche póstuma.

-¡Que viva el muerto!
Fue el aguardentoso grito de Gonzalo, Gonzalito, el borracho a tiempo completo de la casa de al frente. Borracho perdido pero querido por todos. Jamás una pelea, nada de obscenidades con las mujeres que pasaban por la calle; era además el diario amoroso de muchos jóvenes que entre las rondas que él siempre pagaba le iban justificando cada lágrima.
-Siéntese don Gonzalo, tómese un cafecito.-se acercó hacendosa Irmita.
Nadie le había dicho nada pero al enterarse por terceros, y seguro de que en toda reunión tenía que haber alcohol, se dirigió lo menos zigzagueantemente posible al velorio. Una vez seca la taza de café cogió con sus trémulas manos la guitarra. No eran ni siquiera acordes lo que Gonzalo empezó a tocar, hasta que alguien le gritó:
-¡Tócate una de las tuyas Gonzalito!
Si ya ni usted, lector, se acuerda de don Rodrigo, mucho peor se iban a acordar ellos, cuando Gonzalo luego de treinta segundos de silencio, comenzó con el que, según sus amigos, sería su concierto más memorable. Solo los niños dormían rendidos en las pocas sillas libres que había. Los jóvenes, ya hechos amigos y más que amigos, vibraban al igual que los mayores con la música. La concurrencia se había casi duplicado gracias a todos aquellos pasantes trasnochados y curiosos que se sumaban a la extraña celebración. En el abrupto final de la cuarta canción Gonzalo posó la guitarra en el piso y dijo:
-Tengo sed.
Como palabras salidas de la boca de un gran jeque árabe, alrededor de diez personas se levantaron en el acto y fueron en búsqueda del único templo que está abierto las veinticuatro horas: una licorería. Volvieron cargados de botellas que las depositaron como ofrendas a los pies de Gonzalo. Lubricadas las gargantas de todos, la interpretación de Gonzalito se hacía más desgarradora, los coros de los asistentes más destemplados pero más sentidos y los besos y abrazos de las parejas ad hoc más ardientes cada vez. Los ramos de flores, antiguos guardianes del cuerpo de Rodrigo, fueron saqueados por hordas de súbitos Abelardos y Eloísas, sedientos por dejarle votos al amor y la pasión. Algunas parejas iban descontándose poco a poco, buscando para amarse un lugar que se preste. Y la sobrina mayor del finado, Carmen, de 37 años, siempre soltera pero nunca sola, no fue la excepción; enrollándose con un hombre que llegó sin saludar y se fue sin despedirse, y del que nadie, salvo ella, supo el nombre. Los egos y las hombrías infladas por el licor; como las pétreas nubes que al chocar encienden un rayo; sacaron a relucir los puños y en unos pocos rounds se curaron viejas heridas, abriendo nuevas pero de carácter más fugaz. Así fueron cayendo los últimos sobrevivientes de aquella orgía de alcohol, música y sentimientos exaltados. Sólo Gonzalo, viejo zorro entrenado en estos lances, estaba de pie cuando a las seis de la mañana llegó la carroza fúnebre. Con la ayuda de una desaliñada Rosita y de algunos niños que se habían levantado ya, fueron despertando uno a uno a los cuerpos que iban encontrando por toda la casa. Tras haber pagado un extra al joven de la carroza por su promesa de olvidar lo visto en la casa ese día, embarcaron a don Rodrigo en el carro y salieron, los que pudieron, en silenciosa procesión con la mirada gacha por el peso de la noche anterior. Lo que nadie pudo ver fue la sonrisa escondida que todos y cada uno de ellos llevaba en sus labios a pesar de la vergüenza que su consciencia los obligaba a sentir. Muchos se quedaron en la casa, unos reconociendo recién la persona a la que amanecían abrazados, otros reconstruyendo el por qué de sus moretones o de sus dientes faltantes. Se fueron yendo a medida que se iban despertando, algunos con promesas de volverse a ver.

Dicen los vecinos de otros barrios que vieron pasar la procesión, que nunca habían visto un grupo de gente tan abatida y de aspecto tan penoso como aquel que acompañaba al muerto aquella vez; todos iban con la mirada clavada al suelo. Se nota que le querían al señor, que en paz descanse.