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obstinadamente el blog menos leído del internet

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13.12.11

Nota Mental con epígrafe tanguero


…en el fragor del champagne loca reías, por no llorar…


uenos Aires tiene el encanto de una madame de cabaret. El laberinto de arrugas de su rostro no logra marear todo el garbo de la ligera, la elegante, la casquivana joven que Buenos Aires fue. Pero es ese mismo verbo el que ahora la pierde. Fue esa gran dama que ya no lo es más. Sin embargo, gracias a dios, lo fugaz se hace eterno por el recuerdo. Buenos Aires fue, y por eso es. Hoy viste los restos de lo que fue su ajuar de fantasía; reniegan sus viejos enamorados y prefieren amarla en su memoria; su cartel de mucha hembra embelesa a los jóvenes provincianos que alzan sus primeras copas, mientras ella, siempre diva, se llora un tango.




11.12.11

¡Devuelvan las entradas!


ay, en el oficio de contar historias, un género de estas que es escurridizo como una salamandra. Como en todo, resulta más fácil describir lo grandioso y excepcional que lo sencillo y cotidiano. Esas historias sencillas y cotidianas, que ya otra película bautizó acertadamente como historias mínimas, presentan una complejidad para su tratamiento que es inversamente proporcional a los problemas de la misma trama. Es justamente esto lo que Terrence Malick, con oficio, logra torear en su último trabajo El árbol de la vida, película que desató una justificada, y a la vez no, polémica. La gente pareció olvidarse de quién era el director, y viendo que en el reparto aparecían el bueno de Brad Pitt y el no tanto de Sean Penn, entró cándidamente en el cine con la esperanza de ejercitar sus mandíbulas en paz. Flor de sorpresa se llevó. Está claro que no es por ningún ángulo que se la vea una típica película hollywoodense, como haría esperar toda la difusión que recibió; pero tampoco se trata de novísimo cine experimental. Malick lleva más de 40 años haciendo cine, tiempo más que suficiente para que cualquier ser humano medianamente talentoso desarrolle y afiance un estilo en la profesión que ejerza. Viendo de qué director se trataba era de suponerse que algo raro iba a pasar. Algo me dice que de haberse estrenado la película en cualquier otro rincón del mundo no hubiera habido tanto relajo.

Metiendo un poco de orden en ese caos cronológico que es la película, la historia queda más o menos de la siguiente manera. Jack O’Brien es el hijo del señor y la señora O’Brien, caracteres tipo de la familia prehistórica. El Sr. O’Brien es el típico papá hijueputa que mientras te da de correazos te asegura que más le duele a él que a ti. Cree firmemente que la letra con sangre entra. La Sra. O’Brien es la típica madre a la que no se le quebraría la voz para afirmar ante cualquier barbaridad que “marido es”. Son los años 50 o 60, pero ella, ebria de su religión, perdió el tren del cambio, y así le fue. Ese hogar hostil, las malas compañías y la muerte de uno de sus hermanos hicieron de Jack un mozalbete problemático. La película da un gran salto temporal y nos presenta al Jack adulto. Es un exitoso arquitecto al que le apesta la vida. Tiene una mansión, pero al pasar junto a su esposa ni la saluda. Habla con su padre y le confiesa que piensa en su hermano muerto todo el tiempo. En su trabajo se lo ve aturdido, sensación que se transmite al espectador por la errabunda cámara. Formalmente, esta es toda la película. Está bien, no es exactamente una historia mínima. No todos crecen en un hogar así, pero no hay que olvidarse que, mal que bien, sigue siendo una película gringa y ellos suelen aderezar mucho más las tramas. Lo interesante de esta película son los matices y todo lo que estos proponen al auditorio.

Desde el vamos la película está plagada de referencias a la Biblia y la religión (bah, vamos, desde el título). La premisa de la Sra. O’Brien es aquella que le heredaron las monjas con las que se crió: el mundo natural está reñido con el mundo divino. El mundo natural es vano y autocomplaciente, es el camino fácil pero es también el equivocado. El divino podrá ser azaroso, pero es el único hacia la felicidad eterna. Es el que marca el inescrutable designio del dios. En dos palabras, la recetita cristiana para todos los males. El problema del dogma, siempre, es que busca ser ley para todos. Desde el negro o el blanco se olvida que este es un mundo bastante gris. A la señora O’Brien le enseñaron que era su dios quien todo lo disponía. Ella bajó la cabeza y comulgó. Pero decirle a una madre que fue su dios buena gente quien hizo que su hijo muriera ahogado me parece, lo menos, un poquito cabrón. De esta tragedia surgen inevitables preguntas, cuestionamientos que hacen tambalear la inmensa fe de la señora O’Brien. ¿Por qué? ¿Qué ganas con la muerte de mi hijo? El mundo divino se va desmoronando de a poco en la Sra. O’Brien. En su fuero interno se da la guerra de ambos mundos, que en la película se representa con magníficas imágenes de la fuerza de la naturaleza. (Vale anotar que Malick se identifica con el panteísmo). Volcanes, cascadas, mares, meteoritos; todas muestras de esa potencia descomunal del universo que se opone a la fragilidad de la razón humana, de su fe, que opone una débil resistencia en las plegarias quebradas de una madre.

En Jack esta confrontación no era menos visible. La mirada del niño Jack termina siendo un hervidero de odio; un odio al que Jack no alcanza a intuirle su alcance, ya que cree que se encarna solamente en su padre, pero el director nos deja en bandeja que ese odio puede ser extrapolable al Padre, al que está arriba. ¿Por qué nos hace daño nuestro padre? ¿Por qué debo ser bueno si tú no lo eres? Jack fue siempre muy cercano a su madre, acompañándola en su sufrimiento. Los aquejaba el mismo mal. Una sana adolescencia prescribe los cuestionamientos. Y está bien que muchos sean sin causa, por capricho, porque si el adolescente protestón tuviera siempre razón significaría que los padres del susodicho estarían haciendo las cosas muy mal. Los señores O’Brien estaban haciendo las cosas muy mal. A Jack casi nunca le faltó razón para quejarse. La relación con sus padres era una herida abierta que no terminaba de cerrar. El estado de Jack en el trabajo era francamente deplorable. De nuevo con imágenes alusivas, el director nos muestra el derrotero de la mente de Jack, que anda, literalmente, en las nubes. Todo parece la recopilación de una vida, el recuento que hace un moribundo en su lecho. Por momentos se escucha el ruido de un monitor cardíaco, lo que me afirma en mi punto anterior. Tal vez Jack está muriendo y está recordando. En una playa infinita se encuentra con la gente que conoció en vida, incluido su padre. Reina la paz. En la comunión del amor su madre lo entrega a otra mujer. Son el amor sacro y el amor profano. “Te entrego a mi hijo.” dice ella, de la misma manera que habrá dicho Abraham.

Esta película parte en dos el verso de Piero en Los americanos. Sin renunciar a los grandes escenarios ni a la música grandiosa Malick logra una sutileza muy rara en el cine de Hollywood. Habla poco pero interpela mucho. Camilo José Cela, hablando de su novela Mrs. Caldwell habla con su hijo, decía que, habiendo ya triunfado con sus novelas “de acción”, se había propuesto como un reto escribir una novela de la inacción. Lo dije arriba: es justamente lo que Malick logró. Armó un viaje temporal y espacial desde la cama de un moribundo sin siquiera mostrarnos dicha cama. Es una película que lleva a las imágenes la introspección y la memoria. Es un trabajo fiel a las creencias de su director, que se vuelca a ensalzarlas con notas y colores bellísimos. La cámara dislocada, atrevida, se salta toda convención en su búsqueda de las imágenes necesarias. Da la impresión de que la película, más que grabada en una cinta es un conjunto de fotogramas particulares, o directamente de fotos, de miles de fotos producto de una visión caleidoscópica de una misma situación, siempre desde el ángulo más bello, lejos de lo prosaico y pisando firme en la poesía visual, en la Fotografía con mayúscula. Podrá no pasar mucho, las referencias podrán ser muy veladas o indirectas, pero me molestan más las películas que subestiman al espectador que aquellas que le exigen a su cabeza. Al comprar la entrada en la boletería te advierten que, básicamente, entras bajo tu propio riesgo. Mucha gente se salió de la sala a la mitad. En algunos cines gringos si lo hacías antes de los primeros treinta minutos te devolvían el dinero. En medio de la multitud que vocifera “¡devuelvan las entradas!” me escabullo y llego a mi casa más que satisfecho.



PD: acepto que con lo de los dinosaurios se fue un poco al carajo el man.

6.12.11

Nota Mental 006


uenos Aires tiene en la luz a su mejor aliado. La luz en Quito tiene el inconveniente de ser canicular. Es la peor luz para la fotografía. Es una luz lechosa que diluye todos los colores y le roba a los objetos sus sombras. En Buenos Aires la luz es oblicua. Parecería venir de abajo, como el viento que le levanta la falda a la Marilyn, y nos regala colores plenos, sombras cimarronas y costras de óxido que palpitan como llagas vivas.  El sol en Buenos Aires se toma la General Paz, como un trompo que desfallece, sin pasar nunca por encima de la City, y atiza la fogata de la primavera.