ay, en el oficio
de contar historias, un género de estas que es escurridizo como una salamandra.
Como en todo, resulta más fácil describir lo grandioso y excepcional que lo
sencillo y cotidiano. Esas historias sencillas y cotidianas, que ya otra
película bautizó acertadamente como historias mínimas, presentan una complejidad
para su tratamiento que es inversamente proporcional a los problemas de la
misma trama. Es justamente esto lo que Terrence Malick, con oficio, logra
torear en su último trabajo El árbol de
la vida, película que desató una justificada, y a la vez no, polémica. La gente
pareció olvidarse de quién era el director, y viendo que en el reparto aparecían
el bueno de Brad Pitt y el no tanto de Sean Penn, entró cándidamente en el cine
con la esperanza de ejercitar sus mandíbulas en paz. Flor de sorpresa se llevó.
Está claro que no es por ningún ángulo que se la vea una típica película
hollywoodense, como haría esperar toda la difusión que recibió; pero tampoco se
trata de novísimo cine experimental. Malick lleva más de 40 años haciendo cine,
tiempo más que suficiente para que cualquier ser humano medianamente talentoso
desarrolle y afiance un estilo en la profesión que ejerza. Viendo de qué
director se trataba era de suponerse que algo raro iba a pasar. Algo me dice
que de haberse estrenado la película en cualquier otro rincón del mundo no
hubiera habido tanto relajo.
Metiendo un poco
de orden en ese caos cronológico que es la película, la historia queda más o
menos de la siguiente manera. Jack O’Brien es el hijo del señor y la señora O’Brien,
caracteres tipo de la familia prehistórica. El Sr. O’Brien es el típico papá
hijueputa que mientras te da de correazos te asegura que más le duele a él que
a ti. Cree firmemente que la letra con sangre entra. La Sra. O’Brien es la
típica madre a la que no se le quebraría la voz para afirmar ante cualquier
barbaridad que “marido es”. Son los años 50 o 60, pero ella, ebria de su
religión, perdió el tren del cambio, y así le fue. Ese hogar hostil, las malas
compañías y la muerte de uno de sus hermanos hicieron de Jack un mozalbete
problemático. La película da un gran salto temporal y nos presenta al Jack
adulto. Es un exitoso arquitecto al que le apesta la vida. Tiene una mansión,
pero al pasar junto a su esposa ni la saluda. Habla con su padre y le confiesa
que piensa en su hermano muerto todo el tiempo. En su trabajo se lo ve
aturdido, sensación que se transmite al espectador por la errabunda cámara. Formalmente,
esta es toda la película. Está bien, no es exactamente una historia mínima. No todos
crecen en un hogar así, pero no hay que olvidarse que, mal que bien, sigue
siendo una película gringa y ellos suelen aderezar mucho más las tramas. Lo interesante
de esta película son los matices y todo lo que estos proponen al auditorio.
Desde el vamos la
película está plagada de referencias a la Biblia y la religión (bah, vamos,
desde el título). La premisa de la Sra. O’Brien es aquella que le heredaron las
monjas con las que se crió: el mundo natural está reñido con el mundo divino. El
mundo natural es vano y autocomplaciente, es el camino fácil pero es también el
equivocado. El divino podrá ser azaroso, pero es el único hacia la felicidad
eterna. Es el que marca el inescrutable designio del dios. En dos palabras, la
recetita cristiana para todos los males. El problema del dogma, siempre, es que
busca ser ley para todos. Desde el negro o el blanco se olvida que este es un
mundo bastante gris. A la señora O’Brien le enseñaron que era su dios quien
todo lo disponía. Ella bajó la cabeza y comulgó. Pero decirle a una madre que
fue su dios buena gente quien hizo que su hijo muriera ahogado me parece, lo
menos, un poquito cabrón. De esta tragedia surgen inevitables preguntas, cuestionamientos
que hacen tambalear la inmensa fe de la señora O’Brien. ¿Por qué? ¿Qué ganas
con la muerte de mi hijo? El mundo divino se va desmoronando de a poco en la Sra.
O’Brien. En su fuero interno se da la guerra de ambos mundos, que en la
película se representa con magníficas imágenes de la fuerza de la naturaleza. (Vale
anotar que Malick se identifica con el panteísmo). Volcanes, cascadas, mares,
meteoritos; todas muestras de esa potencia descomunal del universo que se opone
a la fragilidad de la razón humana, de su fe, que opone una débil resistencia
en las plegarias quebradas de una madre.
En Jack esta
confrontación no era menos visible. La mirada del niño Jack termina siendo un
hervidero de odio; un odio al que Jack no alcanza a intuirle su alcance, ya que
cree que se encarna solamente en su padre, pero el director nos deja en bandeja
que ese odio puede ser extrapolable al Padre, al que está arriba. ¿Por qué nos
hace daño nuestro padre? ¿Por qué debo ser bueno si tú no lo eres? Jack fue
siempre muy cercano a su madre, acompañándola en su sufrimiento. Los aquejaba
el mismo mal. Una sana adolescencia prescribe los cuestionamientos. Y está bien
que muchos sean sin causa, por capricho, porque si el adolescente protestón
tuviera siempre razón significaría que los padres del susodicho estarían
haciendo las cosas muy mal. Los señores O’Brien estaban haciendo las cosas muy
mal. A Jack casi nunca le faltó razón para quejarse. La relación con sus padres
era una herida abierta que no terminaba de cerrar. El estado de Jack en el
trabajo era francamente deplorable. De nuevo con imágenes alusivas, el director
nos muestra el derrotero de la mente de Jack, que anda, literalmente, en las
nubes. Todo parece la recopilación de una vida, el recuento que hace un
moribundo en su lecho. Por momentos se escucha el ruido de un monitor cardíaco,
lo que me afirma en mi punto anterior. Tal vez Jack está muriendo y está
recordando. En una playa infinita se encuentra con la gente que conoció en
vida, incluido su padre. Reina la paz. En la comunión del amor su madre lo
entrega a otra mujer. Son el amor sacro y el amor profano. “Te entrego a mi
hijo.” dice ella, de la misma manera que habrá dicho Abraham.
Esta película
parte en dos el verso de Piero en Los
americanos. Sin renunciar a los grandes escenarios ni a la música grandiosa
Malick logra una sutileza muy rara en el cine de Hollywood. Habla poco pero interpela
mucho. Camilo José Cela, hablando de su novela Mrs. Caldwell habla con su hijo, decía que, habiendo ya triunfado
con sus novelas “de acción”, se había propuesto como un reto escribir una
novela de la inacción. Lo dije arriba: es justamente lo que Malick logró. Armó un
viaje temporal y espacial desde la cama de un moribundo sin siquiera mostrarnos
dicha cama. Es una película que lleva a las imágenes la introspección y la
memoria. Es un trabajo fiel a las creencias de su director, que se vuelca a
ensalzarlas con notas y colores bellísimos. La cámara dislocada, atrevida, se
salta toda convención en su búsqueda de las imágenes necesarias. Da la
impresión de que la película, más que grabada en una cinta es un conjunto de
fotogramas particulares, o directamente de fotos, de miles de fotos producto de
una visión caleidoscópica de una misma situación, siempre desde el ángulo más
bello, lejos de lo prosaico y pisando firme en la poesía visual, en la Fotografía
con mayúscula. Podrá no pasar mucho, las referencias podrán ser muy veladas o
indirectas, pero me molestan más las películas que subestiman al espectador que
aquellas que le exigen a su cabeza. Al comprar la entrada en la boletería te
advierten que, básicamente, entras bajo tu propio riesgo. Mucha gente se salió
de la sala a la mitad. En algunos cines gringos si lo hacías antes de los
primeros treinta minutos te devolvían el dinero. En medio de la multitud que
vocifera “¡devuelvan las entradas!” me escabullo y llego a mi casa más que satisfecho.
PD: acepto que
con lo de los dinosaurios se fue un poco al carajo el man.