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obstinadamente el blog menos leído del internet

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19.1.11

Malas despedidas

mpiezo este texto asumiendo el riesgo de ser  tomado como un ser  frío e insensible. Y es que si en una sala de cine hay veinte personas de las cuales diecinueve lloran y una se aburre a morir, y esa persona eres tú… Vale la pena aclarar ciertas cosas. La película en cuestión es la japonesa Despedidas, dirigida por Yojiro Takita y ganadora del Oscar en el 2009 a la mejor película de habla no inglesa. La trama es más o menos así. Un violonchelista de una orquesta queda súbitamente desempleado y como está endeudado hasta las orejas por la compra de su nuevo chelo que le costó un platal, decide irse a vivir con su esposa a un pueblo donde su madre le había heredado una casa. Buscando empleo se encuentra con un ambiguo anuncio en el periódico al cual decide responder sin ni siquiera saber de qué se trataba. Una vez llegó al lugar indicado por el anuncio quedó inmediatamente contratado tras cruzar el umbral de la puerta. Su nuevo jefe, un viejo con ademanes de capo de la mafia japonesa. Su nuevo empleo, limpiar cadáveres antes del entierro. Al principio sus escrúpulos le impedían aceptar, pero un rechoncho fajo de billetes mandó a guardar todas sus consideraciones. Logró ocultar la naturaleza de su nuevo empleo, ya que se sentía avergonzado, pero siendo un pueblo pequeño la noticia no tardó en salir a la luz. Su esposa lo abandonó y sus amigos le retiraron el saludo. A lo largo de toda la historia el personaje principal vivía amargado por la memoria de su padre que lo abandonó cuando niño. Sin nada ni nadie en su entorno, se entregó con pasión a su nueva ocupación. Un buen día, tras una reconciliación un poco circunstancial con su esposa, recibe una carta informándole que su padre había muerto y que él era el único familiar al que habían podido contactar. Dubitativo decide encargarse de la preparación de su padre y acude a ver el cuerpo, del cual no podía ni siquiera recordar el rostro. La devoción con la cual prepara el cuerpo de su padre casi desconocido causa en su esposa tal impresión que mágicamente se rinde y decide aceptar el nuevo empleo de su querido. Fin.

Versión del escritor

Para quien no haya podido vislumbrar todavía la receta hollywoodense para la creación del cine de masas, nimbado por los elementos “exóticos” que son los actores no rubios no guapos y no angloparlantes, vamos a hilar un poco más fino. Daigo Kobayashi, que así se llama el protagonista, trabajaba en una orquesta nada rentable que a la final quiebra y se desbanda. Es un golpe tan fuerte para él que se sincera con su esposa y le confiesa que en realidad no es tan buen violonchelista como ella cándida creyó cuando se casaron (“iremos de gira juntos” fue su frase para pedirle matrimonio). Pero no se queda ahí. Además de hacer esta declaración de incompetencia hace una de estupidez mayúscula. No solo que no es buen músico, sino que además se compró un violonchelo de dieciocho millones de yenes (algo así como doscientos veinte mil dólares). Afortunadamente no he conocido persona tan estúpida. Pero bueno, no es culpa del tontuelo de Daigo sino del director, pillado en falta recurriendo al deus ex machina. Este es claramente un elemento metido a presión en la historia. Daigo había tocado toda la temporada con su violonchelo, que estaba muy bien para sus capacidades y para los requerimientos de la orquesta. Coincidencialmente se le ocurre hacer la que seguramente era la compra de su vida, no lo consulta con su esposa, y pum, castigo de las divinidades de la confianza matrimonial, la orquesta se disuelve. Juntos deciden migrar al pueblo aquel y empezar una nueva vida. Una vez allí Daigo encuentra trabajo sin esfuerzo alguno, y aunque siente repugnancia de lo que hace no se retira y logra ocultárselo a su esposa. Todo esto resulta hasta que misteriosamente su esposa encuentra un humillante video en el cual el jefe de Daigo explica el procedimiento para limpiar cuerpos con Daigo como víctima. Era bastante humillante, la verdad. Tuvo que ponerse un pañal que apenas dejaba trabajo a la imaginación, fingir que le introducían algodones en el ano y cosas por el estilo. Tal vez más por la vergüenza que por otra cosa la esposa huye y lo deja a Daigo con su nueva profesión. ¿Cuál era el motivo del video? ¿Publicidad? Entonces, ¿cómo es que sólo Daigo lo tenía? Y si no era sólo Daigo quien lo tenía, ¿cómo es que su esposa tardó tanto en saber las payasadas que tenía que hacer Daigo en su trabajo? Que alguien me explique… De nuevo, forzar la historia y llevarla al campo sentimental, ya cuando todo estaba saliéndole demasiado bien a los protagonistas.

En este punto cabe recalcar otra falencia de la película. No entiendo bien cuál era el afán del director. Es claro que la película transcurría en clave de drama. Quiebras económicas, muertes, padres que abandonan a sus hijos, esposas que dejan a sus esposos… Eso es casi todo el arsenal dramático. Pero como para aligerar la dosis el director se dedica a escabullir momentos de supuesto humor que hacen que engañosamente algunos críticos califiquen esta película como comedia negra. Qué falta de respeto. El humor negro no es un amortajador torpón y nervioso que se tropieza con cuanta cosa se le cruza. Tampoco lo es que en plena limpieza del cuerpo se encuentre con que la señorita que está preparando es en realidad un travesti y se vea obligado a causar la discordia familiar por la decisión de cómo se irá vestido/a hacia el más allá. De esta forma el mismo director se encarga de quitarle la magia que traía implícita aquella milenaria tradición japonesa. Y sobre la insufrible torpeza de Daigo, no conozco de recurso más trillado para llevar a la risa tonta que el hacer que el protagonista se tropiece una y otra vez. No digo que sean incompatibles el drama con la comedia, pero creo que entre ellos existe solamente un nexo posible: el humor negro. Si en un drama introduces chistes de la típica producción gringa de comedia… obtendrás… obtendrás algo como Despedidas, y eso no es nada halagador.

Volviendo a la historia. Después de un día de trabajo, Daigo llegó a su casa y se encontró que su esposa lo estaba esperando. Había regresado, y con buenas nuevas. A este punto ya todos se imaginarán qué era lo que le esperaba a Daigo. La ex señorita estaba embarazada, obvio. Se desaparece tres meses y vuelve embarazada. Lo mínimo que podría decírsele sería un qué cabrona. Se larga tres meses, lo bota al marido, y cuando seguramente se le acabó la plata (porque no te toma tres meses darte cuenta de que estás embarazada) regresa como si nada. Le vuelve a pedir que deje su empleo, a lo que Daigo se niega. Ahora ella ya no reacciona como antes, claro, sin plata no es tan fácil hacerse el duro. En ese momento recibe una llamada del trabajo: había muerto una señora anciana amiga de ambos y madre de un amigo de Daigo. Acuden a la preparación del cuerpo y tanto su esposa como su amigo se dan cuenta de que el oficio de limpiar cuerpos no es para nada deshonroso para quien lo practica si se lo lleva a cabo con la pasión y el respeto que él lo hacía. Se perdonan todo y reina la paz.

Ya para estas alturas la película se estaba extendiendo demasiado, así que lo que se veía venir desde un principio preparaba su llegada. Tantas alusiones a su padre desnaturalizado que lo abandonó en la infancia solo podían pronosticar una cosa: la reconciliación, así sea post mortem. Y en efecto así pasó. Una carta notificando la defunción del señor lo inició todo. Quien la recibió fue la esposa y ella se encargó de anunciarle a Daigo la noticia. Él no quería saber nada. El señor lo había abandonado hacía tiempos y él no era siquiera capaz de reconocer su rostro. Con la mediación de la secretaria de la oficina Daigo accede, y con un gesto ridículamente dramático, de western postmoderno, el jefe le lanza las llaves del carro. Al llegar Daigo se encuentra con un cuerpo completamente irreconocible, totalmente extraño. Obviamente los compañeros de trabajo empiezan con las historias sobre la bondad de su padre, poniendo a remojar las barbas de los inminentemente llorosos espectadores. Daigo empezó con las sobaditas por aquí y por allá. El cuerpo seguía siendo eso y nada más. Continuando con el ritual, parece que los ungüentos surtieron efecto sobre la memoria de Daigo que súbitamente empieza a recordar lo que por veinte o treinta años no pudo. Con un recurso de cámaras baratísimo y en extremo predecible, la cara desenfocada de su padre que guardaba en la memoria gana definición y finalmente es enfocada correctamente en el momento de clímax espiritual, para Daigo, y lacrimal, para la audiencia. Los subtítulos parecerían decir Por favor, llore. El señor que los dejó en el abandono en la infancia, sin dar rastros de vida por años sólo tuvo que morirse para que su hijo lo empezara a querer.

Lo más irritante de esta película es aquella manipulación sentimental que intenta forzar al llanto al espectador. La película no alcanza las cotas dramáticas de otras películas; en cuántas no se le muere al protagonista no sólo el padre, sino la madre, los abuelos, los hermanos, el perro y más que nada el gato. Pero en Despedidas todo está ahí para hacerte llorar. Es un trabajo tosco, al que se le notan las costuras que impiden que la historia fluya con naturalidad. Se dramatiza falsamente la trama, con la ayuda de la música, ella sí muy bonita. Es fácil ver cómo esta película ganó el Oscar. Es la fórmula mágica de Hollywood repetida en Japón. Algo muy fácil de digerir para el público gringo, y con la sazón extra de “exotismo” que los hizo perder la cabeza. En fin, este es otro triste capítulo del cine comparable a Slumdog Millionaire, capítulos a la larga iconoclastas que van haciendo que un Oscar valga cada vez menos a mis ojos. 

Eau-de-vie

n la única esquina libre de la atestada mesa reposaba el paquete. Vestido de papel de empaque marrón, ese que él prefería por elegante y familiar, esperaba por los últimos suspiros de un cigarrillo. Escribió la letanía que un funcionario al otro lado del océano usaría para llevar el paquete al dueño de ese nombre. Empeñándose en cada letra creía inflarlas de una solemnidad ineludible. Pero ni siquiera el cerco caligráfico con el cual pretendía salvaguardar sus paquetes lo había salvado de las bochornosas inspecciones en la oficina de correos. Le era insoportable la sequedad que le quemaba la boca cuando una a una iban cayendo sobre él las miradas de los presentes. Chocolates a medio comer, libros raídos, conchas marinas, piedras de río… Sus envíos parecían siempre fragmentos de un mercado de pulgas. Sabía que ese día no iba a ser la excepción. Muerto el cigarrillo apagó la radio y salió sin echar llave.

Iba por la calle, que a esa hora se presentaba bastante animada, con el paquete bien pegado a su cuerpo. Era frágil y le parecía inadmisible ser él el culpable de cualquier daño. Se esforzaba por mantenerlo derecho si bien sabía que una vez fuera de su vista sería tratado sin la menor consideración. El aguardiente anisado tenía que mantener su silueta de botella por lo menos hasta la oficina postal. A partir de ese momento todo dependería del azar. En el interior se agitaban también dos pepitas rojinegras. Eran las semillas de alguna flor tropical que había encontrado en su neurótico curiosear por mercadillos recoletos. Las dos pepitas viajaban cómodamente en una bolsa de cuero, curtida por los años de servicio.

En el correo, la rutina de siempre. Tomar un turno, esperar, abrir el paquete, ignorar amablemente los gestos entre burlones y condescendientes del funcionario, comprar los sellos, despachar el paquete y retirarse sonriente porque te están filmando y has de volver pronto. Lo que lo ayudaba a soportar la humillante ceremonia era su convicción inamovible de que los engañaba. Pagaba cumplidamente hasta el último centavo del franqueo, pero bajo cada estampilla embarcaba un beso polizón que descendería sin ser visto en los labios siempre frescos de Julia. Nunca podrían tasar eso. Así fundamentaba su superioridad. Siguió al milímetro la rutina y al salir se encontró de frente con el calor del medio día.

***

Desde su altillo de estudiante en exilio voluntario, Julia contemplaba el vuelo de las palomas,  sombras de escuadrones aéreos de antiguas guerras. El invierno era siempre así: mucho frío, pocos amigos, nada que hacer. La única distracción en aquellos meses, en los cuales su reducido círculo de conocidos se disgregaba en búsqueda de latitudes más cálidas, eran los envíos de su Gonzalo. Era él el único que sembraba vida en el casillero postal que colgaba de la puerta; él, y las grises cuentas y facturas que le recordaban que al fin y al cabo esa no era sino una cajita de metal de veinte por treinta. Antes, cuando vivían juntos, él había escogido la mesita de noche como el lugar donde plantar sus sorpresas. Gonzalo tenía el talento de regalar. Sabía darle el significado adecuado a cada regalo para hacerlo trascender del soso compromiso. Sin acceso al velador, por motivos clarísimos, le tocaba al correo ocupar ese terreno.

Cuando escuchó detenerse el camión del correo, se abalanzó a la ventana. En soledad el tiempo pasa sin prisa, y ese paquete ya se había hecho esperar demasiado. Perpendicularmente, lo miraba hacer al cartero. Una vez depositada la correspondencia en los casilleros, se descolgó escalera abajo en alas de la desesperación. Las mismas alas le sirvieron para subir de regreso y dejar el paquete sobre la mesa junto a la ventana. Lo arrugado del envoltorio no disonaba en lo más mínimo con el ceñudo mantel, parecían dos rostros amigos y ancianos bajo la veleidosa luz invernal.

Alzando el paquete en sus manos notó la costra de papel, aquella marca imborrable que los líquidos dejan sobre éste. Con precauciones quirúrgicas retiró el papel marrón tan conocido para ella, la caja de cartón presentaba las mismas huellas que el papel. El movimiento delataba ruiditos cristalinos que jugaban a las escondidas. Abrir la tapa fue la liberación, el alma encerrada se desprendió de ese cadáver de botella y el anís dio una caricia al olfato. Los restos de cristal, apertrechados al fondo de la caja, preparaban su defensa. Los dedos curiosos y delicados de Julia los vencieron, los fueron sacando uno a uno mientras su mente intentaba entender ese rompecabezas corto punzante. Unas puntas que no eran de vidrio se encontraron con sus dedos, era una tarjeta pequeña, la leyó, la tinta como acuarela dejaba adivinar una invitación a un brindis, tal vez las más dulces palabras de amor.

Todos los esfuerzos de Gonzalo de nada habían valido, la botella había colapsado y ya sólo quedaban escombros. Con ritmo casi litúrgico los removió hasta hallar algo seco y quebradizo que se pulverizó al tacto. La bolsa de cuero estaba a pocos centímetros y fue lo siguiente en salir. De su abertura manaban dos tallos, uno en acefalía por la imprudencia de Julia y el otro con una magnífica flor marchita. Los pétalos que habían sido rojos eran un coro de viejas que entonaban dulces cantos. Una constelación de pistilos coronaba el centro de aquella flor asesina que había sacrificado la botella para subsistir. Aquellas semillas le habían robado la vida al licor, l’eau-de-vie había sido secada hasta la última gota. Las flores habían bebido de la sangre de la botella. Ahora estaban todos muertos.