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6.7.11

Amores de media noche

iluyendo la luz de las farolas, la amarillenta niebla doblaba cada esquina y plantaba sus pies firmes sobre la ciudad. Los parques abrían sus negras fauces de innúmeras hileras de pinos como colmillos, prestos a devorar a enamorados y borrachos, eternos deudos de la noche. Manuel caminaba con las manos en la gamuza de los bolsillos de su chaqueta. Llevaba su camisa blanca, aquella que usaba siempre que visitaba a Yolanda clandestinamente. Al final del recorrido lo esperaba para ser saltado un muro blanqueado con cal, que chismoso dejaría sus huellas sobre el pecho de Manuel. La tela blanca guardaría mejor el secreto que podría borrar él mismo con sus manos, ahorrándose incómodas preguntas en casa. Su caminar solitario apenas había sido perturbado por una cuadrilla de famélicos perros que desgarraban los vientres grávidos de basura de las fundas negras.
Era la hora convenida, nadie había interferido jamás ni tenía por qué hacerlo ahora. Yolanda lo estaría esperando en su cuarto, en el segundo piso de aquella casa con jardín. Debería saltar el muro y evitar caer sobre la cama de supirrosas que cercaba desde dentro la pared. Antes hubiera tenido que trepar las ramas de amplio aguacatero para llegar al cuarto de Yolanda pero desde que Clementina, la sirvienta, los descubrió estas peripecias ya no eran necesarias. La actual sirvienta era la antigua madame de un otrora exitoso burdel de un pueblo de la costa. Primero venida a menos y luego venida a la ciudad, se convirtió en la alcahueta de Yolanda y Manuel. Forjada en los fuegos del amor de campaña; entre campesinos lujuriosos tanto como borrachos y mujeres más lenguaraces y desvergonzadas que el peor de los malevos; le desesperaba la forzosa virginidad que los padres de Yolanda –en plenos quince años- pretendían mantuviera aún. Desde la primera visita nocturna de Manuel –que de día  era aceptado en casa y sentado a la mesa como un compañero de la clase de música- Clementina se convirtió en la apoderada de Yolanda. La aconsejaba y cuidaba. Supo identificar las lágrimas de preocupación cuando Yolanda temió lo peor y empezó a llevar la cuenta de los días para evitarle sustos a su niña. Fue así que una tarde le anunció a Yolanda que tras terminar la limpieza nocturna dejaría abierta la puerta que da al traspatio para que Manuel pudiera entrar sin riesgo. El muro no era alto y él ya lo conocía de memoria. Saltó y manchó de cal su camisa.


***

No podían encender la luz de la habitación pero tampoco les hacía falta. Entraba por la ventana del cuarto el resplandor justo, proveniente de los faroles de la calle. Por precaución Manuel llegaba al cuarto de Yolanda ya sin los zapatos, que los dejaba de centinelas junto a la puerta. El encuentro furtivo, de contrabandistas del deseo, no dejaba espacio para palabras. Ambos estaban conscientes de que en su entrega eran todo lo elocuentes que podían ser.  Se tomaron de las manos y se encontraron en un beso voraz. Las uñas de Yolanda labraban la espalda de Manuel. Los labios de ella, florecidos y rebosantes, se dejaban mordisquear en su abundancia. Entreabiertos apenas, eran un resquicio en el que no se hubiera sostenido ni el humo de un cigarrillo, pero que filtraba igual oleadas de lujuria creciente. Sus dedos reconocían los botones de la camisa blanca y los iban divorciando uno a uno de los ojales, apareciendo detrás el pecho ligeramente moreno de él. A su vez, Manuel desprendía las tiras del vestido de verano que ella usaba para dormir. Cayó el vestido como el telón de un teatro que se derrumba, mostrando de golpe toda la blancura extranjera de su piel. Era un cuerpo menudo pero de muslos y caderas generosos que repicaban a fiesta, a abundancia, a belleza. Era un brindis a la feminidad y a Manuel le gustaba observarla así. Observarla sin más. Sin decir palabra, sin hacer gesto alguno; como si la función hubiera concluido.
Recorriendo con su dedo sus lunares, deambular para el que ya no necesitaba la vista, gozando al sentir las mínimas protuberancias como un niño ciego que aprendiera a leer, la recostó en el lecho. Se ancló a su ombligo, desde donde atisbó sus senos llenos y maduros para la vendimia que aparecían tras los encajes. Con su mano izquierda, pese a ser diestro, hizo volar el broche y se deshizo del sostén. Seguro el pulso, firmeza del que pisa suelo conocido, tomó la ruta al sur que le tendió su vientre. Derribando el último reducto del pudor terminó de desvestir a Yolanda, que quedó tendida y expuesta en su deslumbrante desnudez estelar. Era una presencia divina que no debía ser adorada, debía ser amada con el desgarramiento y la fatalidad de los corazones sucios, los corazones humanos. Allá abajo Manuel se perdió buscando el perfume de la vida, el aroma primero, en la selva de carne y ríos que encontró. Desbrozando el follaje de esos muslos que ahora se elevaban complacientes y gozosos, Manuel se emborrachó con la esencia con que nos roció el pecado original.   
Yolanda ya había aprendido a gritar y a gemir hacia adentro, brindándose a ella misma el concierto de cuerdas resultante de sus nervios crepitantes de placer. Sus dedos, crispados sobre el cabello de Manuel, se relajaron y lo atrajeron hacia ella, uniéndose en un beso que fue como besar un reflejo vivo. Manuel la tomó de la cintura y la volteó boca abajo. La brisa de su respiración bajó por el cañón de tibio mármol de la espalda de Yolanda, estremeciéndola. En voz baja, sólo para ella, empezó a susurrarle besos al oído, mientras, como de puntillas, entraba en su templo. Empezaba la danza esencial de las sangres.
Los negros cabellos descubrieron el cuello de Yolanda, tierra fértil para caricias que Manuel trabajó. Yolanda, bocabajo, pretendía ahogar el concierto de notas que Manuel tocaba en ella. Sus cuerpos eran piedra y agua, guijarro y río que se tocan, se liman, se suavizan y se amoldan entre sí. Era madera seca pero viva que se frotaba buscando esa chispa que encendiera la hojarasca de las sábanas y de la vida. La chispa nació, se dividió y cayó en sendos barriles de feliz pólvora en Yolanda y Manuel. Uno y otro cayeron rendidos pero con la boca deseosa de besar, tal vez para destituir todas las palabras y gemidos que no se pudieron dedicar. Los besos fueron bajando escalones hasta que los dos se hundieron en el letargo de la madrugada.
El reloj de la sala marcó las cuatro y media. Manuel debía partir. Se vistió y antes de salir depositó un beso en la frente de Yolanda, ligerísimo, para que no se despertara. Salió con cautela del cuarto y de la casa. Saltó el muro y se dirigió a su hogar. Tal vez no llegaría antes que sus padres se despertaran, pero poco importaba, nada podrían reprocharle. Fue amor.