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obstinadamente el blog menos leído del internet

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24.9.12

Varekai


quella noche, bajo la inocente carpa de un circo, se maquinaba una conspiración. Entre murmullos y a media luz se armaba una fiesta a la cual la lógica castrante de los imposibles no estaba invitada. Sentados – todos cómplices –  en semicírculo y coronados por los mínimos fuegos de las lamparitas no se podía ocultar la ansiedad.

Al fondo se veían decenas de tubos metálicos que hacían las veces de un bosque. Cuando se decretó la fantasía, emergieron de este follaje las creaturas mágicas que se robarían la noche. Su desfilar parsimonioso sobre las tablas construía un ambiente de kafkiana complicidad con lo monstruoso. Hombres-lagarto, hombres-planta, faunos –maquillados bajo todos los colores – tendían sus manos, o sus garras, a nuestra emoción y prometían ponerla desnuda en escena.

Todo empezó cuando cayó una pluma, y tras ésta, Ícaro. El soberbio hijo de Dédalo, fracasado su intento de volar, cayó en un bosque. La sabiduría de su padre no fue suficiente para reanimarlo. Un fauno se hizo con las alas de Ícaro, y fue ese el momento en que en una explosión de acrobacias el bosque despertó al frenesí de violines gitanos. En el centro de la escena los cuerpos saltaban, se retorcían, volaban; se confundían brazos y piernas, porque ningún brazo podría tener semejante fuerza, ni ninguna pierna semejante tacto. El público se separó de sus asientos; capaz sin darse cuenta de que, trepados en esos árboles metálicos, había toda una fauna humana que lo contemplaba con vegetal paciencia.

Los juegos icarianos –ese clásico del circo que hoy ya no se practica más – volvieron, magníficos; y pusieron a volar, como frágiles veletas en un huracán, a dos hercúleos acróbatas. El voltaje aumentaba, anticipando la apoteosis. El fuego, que es luz sangrante, pintó el lienzo de rojo, y en él se dibujó de nuevo el ritmo vital de la música gitana. El público era un monstruo terrible de miles de corazones, de ojos, de venas, de tendones y músculos palpitantes. Las palmas resonaban brutales y sedientas de más, de más saltos, de más baile, de más sacrificio. Avivado por el olor de las llamas, se levantaba el Coliseo pidiendo sangre. La vida, a esa intensidad, se confunde con la muerte.

Un respiro era necesario, porque la vida se te iba. Como se le iba a Ícaro, que ahora caía en el mar. De acuerdo con el mito, su cuerpo es raptado por Poseidón y escondido en las profundidades del océano. Ahí se encuentra con Hefesto, el dios cojo, aquí en muletas; muletas que eran alas para la acrobacia. En la a veces inescrutable mitología griega, la figura de Hefesto, el dios herrero y artesano, es continuamente relacionada con Dédalo, el gran inventor y padre de Ícaro. En dos versiones del mismo mito se los considera a ambos como los creadores de Talos, el gigante de bronce protector de la isla de Creta. Hay incluso quien asegura que “Dédalo” no es más que otro epíteto que recibe el dios.

De vuelta en el bosque, Ícaro encontró a una mujer que lo sedujo con sus contorneos. Un cuerpo tan caprichoso, que se dobla, se disocia, se eleva y se evapora; tan invulnerable a los dictados de la física, sólo podría ser el cuerpo de una diosa. Esa misma diosa que le enseñaría a Ícaro a volar de verdad, sin artilugios falibles. Recuperada la capacidad de volar, tanto Ícaro como la misteriosa mujer del bosque mudaron sus vestiduras y se volvieron seres diáfanos, casi divinos. La corte que acompañó a la pareja en su último paseo es la misma que acompañaba a Hefesto. A diferencia de su maestro, a estos ayudantes les sobraban piernas y alas. Columpios que daban vueltas completas –como en los sueños de todo niño – lanzaban por las alturas a estos seres rojos que se suspendían, se detenían y volvían a saltar, sin bajarse nunca del aire. Era el final.

El aplauso al arte más que de felicitación es de gratitud.

Al salir de la carpa el suelo ya no era tan pesado.