os argentinos
tienen un don natural para la música, para el chamuyo y, más que nada, para el
insulto. Un día cualquiera en la city porteña podría resumirse así: un músico
prodigioso tocando en las sucias entrañas del subte, como un flautista de
Hamelín venido a menos; una conversación amplia como el Río de la Plata
abarcando todos los temas de actualidad, notablemente comprimidos para que
quepan en lo que dura un viaje en colectivo; un motociclista con algunos
piercing de más desgranando el producto de su creatividad insultante sobre el
busero de turno. El bombardeo de insultos suele empezar o terminar con los
clásicos la puta que te parió y forro, pero siempre dejan espacio para
la creación coyuntural y propia de frases hirientes – creación que en estos
lares bordea (¿o trasciende?) lo artístico. No nos ocuparemos de las retahílas
de insultos que, por su carácter efímero y espontáneo, se los dejamos al
disfrute de los heroicos sobrevivientes de Buenos Aires. Vamos a hablar sobre
el argentinísimo término amargo. Tiene
una connotación similar al tradicional amargado,
pero el matiz que los diferencia es lo que engrandece y potencia a la versión
rioplatense. Tras realizar esta acotación empezamos a sospechar que el título
de este escrito nada tiene que ver con el tema a tratar. O tal vez sí.
La superioridad
del término amargo radica en que es
mucho más punzante y penetrante que su rival. Nos canta una verdad mucho más
negra, y tratándose de insultos esto es capital. Una persona puede estar
amargada como puede ser amargada. El verbo estar
denota un estado, y como sabemos, un estado es algo transitorio, pasajero y
finito, algo a lo que se accede para luego salir: un viaje de ida y vuelta. El
amargado, esa persona que está amargada,
de un momento a otro podría dejar de estarlo, condenando al absurdo a nuestro
insulto. Esta debilidad parecería compensarse cuando se dice que Fulanito es un amargado. Sin embargo, acá quien
falla es el término en cuestión. Amargado,
siendo un adjetivo importado del mundo de los participios, no puede exonerarse
de las reglas que rigen a estos. Los participios, por definición, designan una
acción que se inició y se culminó en el pasado. Decir que Fulanito es un amargado podría actualizar el
valor del adjetivo – ya que se utiliza el verbo ser en tiempo presente – pero se engendraría un fenómeno digno de
ser tomado en cuenta. Ser un amargado – desmenuzando la frase – querría decir
que se es o se fue un tipo muy malo. Pero sería también darle una partida de
nacimiento a ese tipo malo. Algo en su pasado ocurrió para que se volviera
malo. Algo lo amargó. Esto, de cierta forma, lo exime de culpa. Lo humaniza y
lo vuelve más susceptible al abrazo que al empujón. Es la misma historia que
los antiguos villanos de la televisión: tipos buenísimos que la sociedad
pervirtió.
Estar unos días
amargados es algo natural y hasta necesario para imprimirle movimiento a
nuestras humanas vidas. A cualquiera le puede cambiar el humor una derrota de
su equipo de fútbol, un mal día en el trabajo o una pelea con la novia. Pero
esas son cosas pasajeras: hasta el más malo gana alguna vez, hasta la más
empecinada rutina se cansa de ser siempre una mierda y los amores son una
fiebre loca que viene y va. Estos avatares son momentos de purificación para
los amargados. Es el fin de la cuarentena y el retorno del apestado a la neutra
sociedad. Los amargos, por su parte, no corren la misma suerte. Un amargo es un amargo; nació amargo, y como el
verbo lo indica – el verbo ser, que
denota una condición – morirá amargo. El adjetivo amargo es un término que no marca una temporalidad, se mantiene
eternamente válido y, como forjado en acero quirúrgico, no pierde su filo. Un
tipo amargo es esa persona que nació aburrida y que viene cargando esas cadenas
tanto tiempo que ya las volvió extensiones suyas, como prótesis; el suyo es un
aburrimiento existencial. Necesitan de su amargura para vivir, es su motor, y
nunca tienen problemas con el combustible, ya que las ganas de joder son
renovables. Señalar a alguien como amargo es descubrirle su ascendencia, es
recordarle el gris papel que la fatalidad le deparó y del que difícilmente se
podrá librar. Lo tranquilizador – para cuando te los cruzas en el pasillo o en
la calle – es que son rivales fáciles. Para vencer a un estúpido no siempre
basta ser inteligente; a veces hay que, además, correr más rápido. En cambio,
vencer a un amargo es fácil, sólo tienes que reír.
En fin, voy
terminando estas líneas, que son más de las tres de la madrugada y el ruido de
la pluma sobre el papel seguro que molesta a la vecina de abajo. Buenas noches.