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4.8.12

Reflexiones sobre la vieja de abajo


os argentinos tienen un don natural para la música, para el chamuyo y, más que nada, para el insulto. Un día cualquiera en la city porteña podría resumirse así: un músico prodigioso tocando en las sucias entrañas del subte, como un flautista de Hamelín venido a menos; una conversación amplia como el Río de la Plata abarcando todos los temas de actualidad, notablemente comprimidos para que quepan en lo que dura un viaje en colectivo; un motociclista con algunos piercing de más desgranando el producto de su creatividad insultante sobre el busero de turno. El bombardeo de insultos suele empezar o terminar con los clásicos la puta que te parió y forro, pero siempre dejan espacio para la creación coyuntural y propia de frases hirientes – creación que en estos lares bordea (¿o trasciende?) lo artístico. No nos ocuparemos de las retahílas de insultos que, por su carácter efímero y espontáneo, se los dejamos al disfrute de los heroicos sobrevivientes de Buenos Aires. Vamos a hablar sobre el argentinísimo término amargo. Tiene una connotación similar al tradicional amargado, pero el matiz que los diferencia es lo que engrandece y potencia a la versión rioplatense. Tras realizar esta acotación empezamos a sospechar que el título de este escrito nada tiene que ver con el tema a tratar. O tal vez sí.

La superioridad del término amargo radica en que es mucho más punzante y penetrante que su rival. Nos canta una verdad mucho más negra, y tratándose de insultos esto es capital. Una persona puede estar amargada como puede ser amargada. El verbo estar denota un estado, y como sabemos, un estado es algo transitorio, pasajero y finito, algo a lo que se accede para luego salir: un viaje de ida y vuelta. El amargado, esa persona que está amargada, de un momento a otro podría dejar de estarlo, condenando al absurdo a nuestro insulto. Esta debilidad parecería compensarse cuando se dice que Fulanito es un amargado. Sin embargo, acá quien falla es el término en cuestión. Amargado, siendo un adjetivo importado del mundo de los participios, no puede exonerarse de las reglas que rigen a estos. Los participios, por definición, designan una acción que se inició y se culminó en el pasado. Decir que Fulanito es un amargado podría actualizar el valor del adjetivo – ya que se utiliza el verbo ser en tiempo presente – pero se engendraría un fenómeno digno de ser tomado en cuenta. Ser un amargado – desmenuzando la frase – querría decir que se es o se fue un tipo muy malo. Pero sería también darle una partida de nacimiento a ese tipo malo. Algo en su pasado ocurrió para que se volviera malo. Algo lo amargó. Esto, de cierta forma, lo exime de culpa. Lo humaniza y lo vuelve más susceptible al abrazo que al empujón. Es la misma historia que los antiguos villanos de la televisión: tipos buenísimos que la sociedad pervirtió.

Estar unos días amargados es algo natural y hasta necesario para imprimirle movimiento a nuestras humanas vidas. A cualquiera le puede cambiar el humor una derrota de su equipo de fútbol, un mal día en el trabajo o una pelea con la novia. Pero esas son cosas pasajeras: hasta el más malo gana alguna vez, hasta la más empecinada rutina se cansa de ser siempre una mierda y los amores son una fiebre loca que viene y va. Estos avatares son momentos de purificación para los amargados. Es el fin de la cuarentena y el retorno del apestado a la neutra sociedad. Los amargos, por su parte, no corren la misma suerte. Un amargo es un amargo; nació amargo, y como el verbo lo indica – el verbo ser, que denota una condición – morirá amargo. El adjetivo amargo es un término que no marca una temporalidad, se mantiene eternamente válido y, como forjado en acero quirúrgico, no pierde su filo. Un tipo amargo es esa persona que nació aburrida y que viene cargando esas cadenas tanto tiempo que ya las volvió extensiones suyas, como prótesis; el suyo es un aburrimiento existencial. Necesitan de su amargura para vivir, es su motor, y nunca tienen problemas con el combustible, ya que las ganas de joder son renovables. Señalar a alguien como amargo es descubrirle su ascendencia, es recordarle el gris papel que la fatalidad le deparó y del que difícilmente se podrá librar. Lo tranquilizador – para cuando te los cruzas en el pasillo o en la calle – es que son rivales fáciles. Para vencer a un estúpido no siempre basta ser inteligente; a veces hay que, además, correr más rápido. En cambio, vencer a un amargo es fácil, sólo tienes que reír.

En fin, voy terminando estas líneas, que son más de las tres de la madrugada y el ruido de la pluma sobre el papel seguro que molesta a la vecina de abajo. Buenas noches.