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obstinadamente el blog menos leído del internet

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29.10.11

La ontología del mate

 los argentinos no les gusta el mate. Por lo menos no conozco a ninguno que me haya dicho: el mate es rico. (Si llego a encontrar alguno, juro por el Fernet que retiro lo dicho). Y lo digo en serio, no es mera paranoia lingüística. Sobre otras bebidas hay opiniones. La soda puede ser rica, o no; el vino puede ser rico, o no; el tereré puede ser rico, o no. Con el mate no hay cuestionamiento. El mate simplemente es. Su omnipresencia se impone silenciosa y categóricamente, con una legitimidad que bien merecería un análisis ontológico. Lo más que he conseguido es que alguien me diga que si no toma mate le duele la cabeza, pero al resto de lugareños parece desconcertarles la sola idea de preguntarse si en efecto les gusta o no el mate. Parecería ser que la infusión famosa trascendió del mundo alimenticio para instalarse en la subjetividad del promedio de la gente, a la manera que se instaló la religión, la moral, la ideología: a los empellones de la tradición y con poco cuestionamiento. Voilà un ejemplo esclarecedor:

ARGENTINA 1 (A CHILENA): Vos, ¿tomás mate?
CHILENA: Sí.
ARGENTINA 1 (A ECUATORIANO): ¿Y vos?
ECUATORIANO: No, no me gusta.
ARGENTINA 1 (A ARGENTINA 2): ¿Y vos? Ah no, vos sos de acá.

Razonamiento ante el cual Argentina 2 se mostró conforme.

En Argentina nadie expresa tanto su extranjería como cuando se pronuncia sobre el mate. Tanto si es para mal como para bien, es una opinión delatora: o eres un inglés invasor de las Malvinas, re forro, o un tano viejo y querido, respectivamente - pero siempre un extranjero. Para el argentino promedio este opinar es improcedente. El consumo del mate está implícito en su argentinidad, y no hay más vueltas que darle. Voy terminando esta nota de pseudo antropología lingüística declarando, con el mayor de los respetos, que no, no tomo mate, y cuando lo he hecho ha sido solamente bajo coerción, algo similar a lo que hacen aquellos que toman la chicha en plena reunión huaorani, gracias.

Nota Mental 005

lgo que me gusta del fútbol es que funciona como una cura contra mí mismo. Gritando desaforadamente cualquier barbaridad suspendo por noventa minutos mi modo nihilista-existencialista-autodestructor que se camufla tras mis pavoneos de lingüista. Puedo finalmente abocarme a las palabras huecas y sin sentido. Puedo gritar negro hijueputa sin mancharme de racismo (no es contradictorio. Es como cuando un ateo dice ¡por dios!) y puedo decir taxista maricón sin faltarle el respeto a mi padre, venerable taxista de corazón. Por eternos noventa minutos de fútbol, salud.

15.10.11

We'll always have Paris

e’ll always have Paris, y por si alguien lo había olvidado, Woody Allen nos lo recordó. Su última película, como todos sabrán, transcurre en París; la ciudad del amor y de la luz, del arte y de las putas finas. La ciudad más cliché del mundo. La postal de la Tierra.

La película comienza mal, o bien, según se haya visto o no Manhattan. La primera línea escogida por el director para ambas películas es la misma. Un popurrí de imágenes de la ciudad, música vernácula y, de fondo, la voz del que será el personaje principal. En este caso es Gil Pender (Owen Wilson), un escritor de guiones de Hollywood que desea liberarse del estrecho mundo en el que se metió y dedicarse a la literatura. Los paralelismos con Manhattan en el arranque de la película continúan. El escritor, siempre inseguro de su trabajo, se encuentra con dos amigos con los que, por una razón u otra, se ve obligado a pasar más tiempo del deseado. Uno de estos amigos es un cerebrito insufrible, de aquellos que van por la vida dictando cátedra con cada uno de sus movimientos. Detalles más, detalles menos, esta ecuación es igual de válida para ambas historias. El papel de pedante en esta película lo cumple Paul (Michael Sheen), amigo de la prometida de Gil. En Manhattan fue Mary (Diane Keaton), amante del amigo de Isaac (Woody Allen). Ambos enciclopedias caminantes, fábricas de sentencias con nariz, ojos y boca, que espantan en un primer momento a cualquier espectador. Así las cosas, transcurridos ya algunos minutos de la película, la angustia me carcomía al ver a uno de mis directores favoritos repitiéndose descaradamente. Afortunadamente, lo que entre Mary e Isaac fue algo parecido al amor, entre Paul y Gil se resuelve con un distanciamiento entre ambos. El director la sacó de la raya.

Pasemos a la mayor falla de la película. Owen Wilson. O tal vez no Owen Wilson, si no lo que Woody Allen quiso que Owen Wilson hiciera. El de Gil Pender es un personaje escrito para sí mismo. Ese intelectual maniático, inseguro e incomprendido es justamente el alter ego cinematográfico que Woody Allen patentó. Tras sus lentes de marco grueso, esa mirada desahuciada legitimaba todo el nerviosismo y torpeza de sus personajes. Era creíble que, tras el discurso del Allen actor, hablaba el Allen humano. Acá, Owen Wilson es nada más que un títere jugando a ser Woody Allen. (Y de más está decirlo: no le queda). El humor de Woody Allen; desesperado, nihilista, autoflagelante a la vez que ególatra; en boca de Owen Wilson suena a una lección recitada de memoria. Es inevitable, el pasado marca a los actores, y el currículo de Wilson no predispone a ningún espectador a aceptarlo como nuevo abanderado del humor brillante del director neoyorquino.

¿Algo rescatable en la película? Sí, por suerte. La historia es entretenida. Hasta incita a ese raro género de la nostalgia que te hace añorar lo que nunca conociste. El repaso del París de los años 20 nos recuerda que sí, que existió una verdadera ciudad luz. Una ciudad donde se encontraban todas las vanguardias artísticas viviendo en un mismo barrio, casi bajo un mismo techo. Ese París era un verdadero portento de genialidad. El problema es que con todo esto Woody Allen no logró hacer mucho. La presencia de tanto genio debería justificarse de alguna forma, si no la historia no sería más que una mera anécdota intelectual. Tal vez con el único que se logra esto (en la que para mí es la mejor parte de la película) es con Buñuel, cuando Gil intenta pasarse de listo y le “regala” al español la idea para una película. Esta película sería nada menos que El ángel exterminador. Con todo lo dicho, nos queda que el último trabajo de Woody Allen, de nuevo, se queda corto ante su creador (digan lo que digan las críticas, inclusive las de Cannes). Es una película ligerita, para pasar el tiempo y entretenerse, muy lejos de la mordacidad y de la acidez con las que, desde las carcajadas, te obligaba a pensar. Porque a Woody Allen lo tengo en muy alto concepto ahora lo critico, y lo seguiré haciendo, porque sé que es capaz de crear cine más inteligente.

No quisiera pensar que a Woody Allen se le secó la imaginación.



5.10.11

Cambio de paisaje

stoy sentado en el palco de mi departamento de neoboludo fumándome un cigarrillo. Mi copa ya no tiene más vino ni mi alma más tangos (¡ay, qué milonguera escasez!). Está claro que en una situación así sólo podía terminar escribiendo algo de este tenor. Sé muy bien que en este lugar, que un contrato de dos años me permite llamar casa, soy bastante afortunado. Tengo luz natural todo el día y mi ventana no está a dos metros de la de ningún wachiturro. Eso es algo que en Baires ni Mastercard puede comprar. Sentado como estoy, tengo a mis pies un vasto campo de edificios. Los más sobresalientes; por un lado, la opulencia: un magnífico altillo de corte parisino que parecería ocultar un telescopio. Por el otro, una larguirucha favela de quince pisos. No hay mucho más. Objetivamente, es una vista horrible, pero he aprendido a quererla en su fealdad. (Siempre dentro del contexto de una ciudad portuaria que creció dándole las espaldas a su río). Estoy en el llano: acá uno aprende que levantar la vista es tan estéril como escupir al cielo.

Todos en Quito, así no quieran, tienen un amigo sincero. La definición más libro-de-autoayuda que de amistad se me viene a la mente es la de alguien que siempre está ahí, en las buenas y en las malas. Hipotético quiteño lector de esta guaragua, mire a occidente y sabrá a quién me refiero. A quién si no a nuestra entrañable mole de piedra, a nuestro galante enamorado que un cinco de octubre de mil nueve noventa y nueve nos regaló las cenizas de una flor: el Pichincha. Está ahí, como el taciturno demiurgo que es, y que, apoltronado en su sillón andino nos mira y se deja mirar. Es un personaje más de la ciudad. Podemos adivinarle borrascosas noches cuando al levantarnos lo pillamos aún dormido y con la cabeza llena de cristales rotos. A la tarde, cuando el sol agarra su parábola descendente, acierta más que cualquier técnico en la predicción de la lluvia, y nos lo chismea vistiéndose de nubes grises. Para agosto, en cambio, se le queman las enaguas en escandaloso afán de mostrarle las piernas al verano.

Quito, como la dospuntocincoavaesencia (la otra mitad se la lleva La Paz, nada que hacer) de la ciudad andina, no tiene un río en el cual reflejarse. No podría tenerlo. Las puertas de entrada y salida a la ciudad fueron siempre las montañas. Quito es la montaña domada, una obra mitad de locos mitad de escaladores. Por derecho divino quien debería estar a la cabeza de esta cuadrilla de centinelas es el Pichincha. Aun así, si bien lo tenemos colgado y duplicado en el escudo de la ciudad, lo hemos dejado solo ante los embates de vientos, teleféricos y antenas. Hemos dado por descontado el hecho de que te encuentres donde te encontrares lo vas a ver; volviéndolo así un niño de la calle, uno de esos que por estar en todas partes no está en ninguna. Todos habremos notado, y sin el menor cariño ni gratitud muchos habrán olvidado, que puedes orbitar a su alrededor y que, como la mirada de la Mona Lisa, te seguirá mirando. La pena de amor que le quita el sueño a todos los quiteños migrados es el Pichincha. Y esta noche me la quita a mí. Ángel de la guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día. ¿No es eso acaso un amigo?




P.S.: Acabo de notar que justamente hoy son doce años de la dichosa erupción del Pichincha que nos tuvo a todos tan alegres lejos de las aulas como por una semana.

2.10.11

Ecos de fogatas

on el tabaco he sabido guardar las distancias. Mi estrategia para no convertirme en alguno de aquellos cenicientos seres de dientes amarillos y dedos putrefactos ha sido quitarle todo utilitarismo al fumar. Nunca fumar porque se está triste ni porque es tranquilizante. He decidido fumar como quien se come una manzana o un chocolate. Por un culposo y mero placer, como deben de ser los placeres. Por un masoquismo light, como deben de ser los placeres. Hace poco, estando recostado en el sofá, asomaba por la ventana la primavera arrepentida. Intentando reivindicarse por la tormenta de la noche anterior, el sol brillaba en todo lo alto que le permite esta latitud austral. Mis pies se cobijaban con sus rayos y, calado en mis labios, se erguía un cigarrillo. Acerqué el encendedor, esos prometeos de bolsillo, y se contagiaron el fuego.

No creo que los ciegos fumen como nosotros. Fumar no es tener humo en la boca y llevarlo hacia los pulmones. Tampoco lo es saborear apenas el humo con ínfulas de catador. Mucho menos, muchísimo menos, robarle cigarrillos a los hermanos mayores y jugar a ser hombres escondiéndonos como niños en el baño. Fumar debe ser una liturgia sinestésica que necesita del compromiso de nuestra sensibilidad. Así se me aparece a mí. En la boca, desesperado y amargo y picante y preso, el humo, lima los barrotes que lo tienen confinado. Entre los dedos descansa, como justificando su longitud, el cigarrillo expectante. La nariz se frunce, irritada, encantada, sometida al hipnótico vaivén del aroma. Es la niña díscola de la fiesta. Cuando los labios se abren, alza vuelo desenfrenado la humareda. Son el testimonio de trenes sin retorno, las volutas se abrazan y se abandonan y desaparecen en el aire. Nuestros ojos enamorados corren tras ellas sin éxito, y nos quedamos con expresión vencida viendo hacia el cielo. Definitivamente los ciegos no fuman como nosotros.

Además del sol, por la ventana se colaban los ruidos que la ciudad se obstinaba en producir. Suspendido en mi departamento, la humanidad llegaba a mí en forma de frenazos, ambulancias y motores asmáticos. El cigarrillo iba ya por la mitad. Mientras veía cómo las cosquillas de fuego lo iban consumiendo, lo escuché hablar. Le habló a mis oídos, invitándolos a la comunión de la que nunca habían participado. Eran ecos de fogatas que repicaban a duelo, almas en pena de astros sin luz. Caí en cuenta de que si no había escuchado antes arder un cigarrillo no podía decirse que había fumado en realidad. El papel quemándose era esa última dimensión. El crepitante runrún de un fagot solitario en una plaza inmensa: mi cigarrillo tocaba la misma música que el sol. Dando tumbos se fue acabando el tabaco, y la última pitada no sonó a nada. Ya no era necesario. A lo lejos se escuchó pasar un tren.