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5.10.11

Cambio de paisaje

stoy sentado en el palco de mi departamento de neoboludo fumándome un cigarrillo. Mi copa ya no tiene más vino ni mi alma más tangos (¡ay, qué milonguera escasez!). Está claro que en una situación así sólo podía terminar escribiendo algo de este tenor. Sé muy bien que en este lugar, que un contrato de dos años me permite llamar casa, soy bastante afortunado. Tengo luz natural todo el día y mi ventana no está a dos metros de la de ningún wachiturro. Eso es algo que en Baires ni Mastercard puede comprar. Sentado como estoy, tengo a mis pies un vasto campo de edificios. Los más sobresalientes; por un lado, la opulencia: un magnífico altillo de corte parisino que parecería ocultar un telescopio. Por el otro, una larguirucha favela de quince pisos. No hay mucho más. Objetivamente, es una vista horrible, pero he aprendido a quererla en su fealdad. (Siempre dentro del contexto de una ciudad portuaria que creció dándole las espaldas a su río). Estoy en el llano: acá uno aprende que levantar la vista es tan estéril como escupir al cielo.

Todos en Quito, así no quieran, tienen un amigo sincero. La definición más libro-de-autoayuda que de amistad se me viene a la mente es la de alguien que siempre está ahí, en las buenas y en las malas. Hipotético quiteño lector de esta guaragua, mire a occidente y sabrá a quién me refiero. A quién si no a nuestra entrañable mole de piedra, a nuestro galante enamorado que un cinco de octubre de mil nueve noventa y nueve nos regaló las cenizas de una flor: el Pichincha. Está ahí, como el taciturno demiurgo que es, y que, apoltronado en su sillón andino nos mira y se deja mirar. Es un personaje más de la ciudad. Podemos adivinarle borrascosas noches cuando al levantarnos lo pillamos aún dormido y con la cabeza llena de cristales rotos. A la tarde, cuando el sol agarra su parábola descendente, acierta más que cualquier técnico en la predicción de la lluvia, y nos lo chismea vistiéndose de nubes grises. Para agosto, en cambio, se le queman las enaguas en escandaloso afán de mostrarle las piernas al verano.

Quito, como la dospuntocincoavaesencia (la otra mitad se la lleva La Paz, nada que hacer) de la ciudad andina, no tiene un río en el cual reflejarse. No podría tenerlo. Las puertas de entrada y salida a la ciudad fueron siempre las montañas. Quito es la montaña domada, una obra mitad de locos mitad de escaladores. Por derecho divino quien debería estar a la cabeza de esta cuadrilla de centinelas es el Pichincha. Aun así, si bien lo tenemos colgado y duplicado en el escudo de la ciudad, lo hemos dejado solo ante los embates de vientos, teleféricos y antenas. Hemos dado por descontado el hecho de que te encuentres donde te encontrares lo vas a ver; volviéndolo así un niño de la calle, uno de esos que por estar en todas partes no está en ninguna. Todos habremos notado, y sin el menor cariño ni gratitud muchos habrán olvidado, que puedes orbitar a su alrededor y que, como la mirada de la Mona Lisa, te seguirá mirando. La pena de amor que le quita el sueño a todos los quiteños migrados es el Pichincha. Y esta noche me la quita a mí. Ángel de la guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día. ¿No es eso acaso un amigo?




P.S.: Acabo de notar que justamente hoy son doce años de la dichosa erupción del Pichincha que nos tuvo a todos tan alegres lejos de las aulas como por una semana.

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