¿Qué puede temerse de un mundo tan regular?
Jean Paul Sartre
odavía no lo comprendía. La idea se le antojaba absurda, y quienes la aceptaban inmutables, simples idiotas. La seguridad constituía para él su pilar y las garantías eran las ramas de las que colgaban, madurando, sus planes a futuro. Nada entendía de ese país donde habían más ojos buscando estrellas que estrellas en sí.
Se había mudado bajo la narcosis de un amor. ¡Qué maravilloso era vivir allí con ella! Pero solo con ella. Ella se fue, y se llevó consigo el encanto. Latía en sí esa llaga que le causaron las lacónicas cuatro palabras de su ya no te quiero. Lo que ocurría era que la luz que ella creía ver en él se opacaba con ese resplandeciente nuevo mundo, como si se superpusiera una vela al sol. Probablemente, de no haberse mudado, hubieran envejecido alegres, creyendo que sus más íntimos deseos se cumplían íntegramente por gracia del otro. Pero las aves, por grande que sea su jaula, sienten los barrotes como cuerdas que los atan y los frustran. Solo en la inmensa libertad vuelan su poesía. El descubrimiento de ese lugar fue, en ese entonces, una rajadura en la malla por la que podían huir. Y huyeron. Recordando esos tiempos primeros no podía evitar el verse como los grupos de teatro itinerantes de antaño -embajadores de la felicidad, alegría trashumante- porque era ese un país donde el tiempo nutría y hacía crecer indefinidamente la entropía reinante.
Era un país nómada. Todo él se movía. Las esquinas de las calles eran bisagras infinitas que alteraban a placer su ángulo. Las columnas eran las patas de marmóreos ciempiés. Siendo así, cada cual elevaba sus sueños en un sitio distinto cada vez. O capaz, si no se había movido, el lugar había sido el mismo siempre, pero habiéndose cambiado de vestido la tierra, ya no podría probarlo. Fue en ese devenir donde perdió a su amada. Después de no poco tiempo de absoluta libertad sintió necesidad de un asidero. La fiesta había terminado para él y la añoranza de su antiguo mundo codificado y normalizado pesaba ya demasiado. Se lo dijo. Esas palabras, pronunciadas tímidamente, se enredaron en los negros cabellos de ella y tiraron en todas direcciones, produciendo un vaivén sin ritmo alguno que sintieron sus pensamientos batiéndose con igual irregularidad. Su silencio fue absoluto, pero una palmada en el hombro tomó prestada la elocuencia de mil palabras. Por días el mutismo fue su idioma. Vivían como hormigas, siempre juntos pero sin decirse palabra. El silencio no era si no el disfraz de la debacle interna que ambos vivían. Debacle que los postraba en una actitud expectante, tensa, ansiosa, evitando ser el que pronunciase las palabras fatídicas. Las citadas cuatro palabras fueron el resultado de esta interacción de fuerzas en la que salió victorioso el hastío. Palabras con aptitud de sortilegio que congelaron las miradas de ambos por un momento. Pero vino la brisa que erosiona las montañas de hojas otoñales y como estas, ella se fue. Él lloró, pero tal vez sus lágrimas nunca llegaron al suelo y son ahora luciérnagas de cristal que brillan en las noches tristes, errantes como deambula ahora él, por las calles de ese país, alzando sus nudillos como increpando al cielo su negligencia en controlar las leyes físicas que rigen esa sección del mundo.