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obstinadamente el blog menos leído del internet

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28.2.10

¿Qué puede temerse de un mundo tan regular?

¿Qué puede temerse de un mundo tan regular?
Jean Paul Sartre

odavía no lo comprendía. La idea se le antojaba absurda, y quienes la aceptaban inmutables, simples idiotas. La seguridad constituía para él su pilar y las garantías eran las ramas de las que colgaban, madurando, sus planes a futuro. Nada entendía de ese país donde habían más ojos buscando estrellas que estrellas en sí.
Se había mudado bajo la narcosis de un amor. ¡Qué maravilloso era vivir allí con ella! Pero solo con ella. Ella se fue, y se llevó consigo el encanto. Latía en sí esa llaga que le causaron las lacónicas cuatro palabras de su ya no te quiero. Lo que ocurría era que la luz que ella creía ver en él se opacaba con ese resplandeciente nuevo mundo, como si se superpusiera una vela al sol. Probablemente, de no haberse mudado, hubieran envejecido alegres, creyendo que sus más íntimos deseos se cumplían íntegramente por gracia del otro. Pero las aves, por grande que sea su jaula, sienten los barrotes como cuerdas que los atan y los frustran. Solo en la inmensa libertad vuelan su poesía. El descubrimiento de ese lugar fue, en ese entonces, una rajadura en la malla por la que podían huir. Y huyeron. Recordando esos tiempos primeros no podía evitar el verse como los grupos de teatro itinerantes de antaño -embajadores de la felicidad, alegría trashumante- porque era ese un país donde el tiempo nutría y hacía crecer indefinidamente la entropía reinante.
Era un país nómada. Todo él se movía. Las esquinas de las calles eran bisagras infinitas que alteraban a placer su ángulo. Las columnas eran las patas de marmóreos ciempiés. Siendo así, cada cual elevaba sus sueños en un sitio distinto cada vez. O capaz, si no se había movido, el lugar había sido el mismo siempre, pero habiéndose cambiado de vestido la tierra, ya no podría probarlo. Fue en ese devenir donde perdió a su amada. Después de no poco tiempo de absoluta libertad sintió necesidad de un asidero. La fiesta había terminado para él y la añoranza de su antiguo mundo codificado y normalizado pesaba ya demasiado. Se lo dijo. Esas palabras, pronunciadas tímidamente, se enredaron en los negros cabellos de ella y tiraron en todas direcciones, produciendo un vaivén sin ritmo alguno que sintieron sus pensamientos batiéndose con igual irregularidad. Su silencio fue absoluto, pero una palmada en el hombro tomó prestada la elocuencia de mil palabras. Por días el mutismo fue su idioma. Vivían como hormigas, siempre juntos pero sin decirse palabra. El silencio no era si no el disfraz de la debacle interna que ambos vivían. Debacle que los postraba en una actitud expectante, tensa, ansiosa, evitando ser el que pronunciase las palabras fatídicas. Las citadas cuatro palabras fueron el resultado de esta interacción de fuerzas en la que salió victorioso el hastío. Palabras con aptitud de sortilegio que congelaron las miradas de ambos por un momento. Pero vino la brisa que erosiona las montañas de hojas otoñales y como estas, ella se fue. Él lloró, pero tal vez sus lágrimas nunca llegaron al suelo y son ahora luciérnagas de cristal que brillan en las noches tristes, errantes como deambula ahora él, por las calles de ese país, alzando sus nudillos como increpando al cielo su negligencia en controlar las leyes físicas que rigen esa sección del mundo.

27.2.10

Wikicracia

Una reflexión sobre la propiedad intelectual.



ropiedad intelectual. Existen términos que el calendario se encarga de, o lanzarlos al estrellato o condenarlos a muerte. Son palabras escritas con fuego, que se hermanan por cumplir todas con la misma función: inquietar. Por cumplir tan cabalmente con su espinoso objetivo han sido manoseadas y vejadas cuantas veces haya sido necesario. Han sido víctimas de la conveniencia y de la hipocresía que el poder trae implícitos. Burgueses oportunistas aprovecharon (algunos todavía aprovechan) el peso de la gastadísima palabra “revolución” para exaltar los ánimos de las masas ingenuas que creyeron verse representados. Pálidos y cadavéricos sacerdotes infundieron terror con las terribles siete letras de “herejía”. En este minimalista y diplomático (hasta cierto punto) siglo, las hogueras se han transformado en indemnizaciones millonarias y las multitudinarias marchas al son de La Internacional, mutaron en juntas de accionistas por un lado indignados por el ultraje y por otro ávidos de escuchar la sentencia del juez que hará crecer su billetera con unos cuantos millones más. Y esto se debe principalmente a que la palabra prohibida, la que produce malestar si se profundiza en sus dominios, consta en casi todas las Constituciones del mundo y es la hija pródiga del sistema económico reinante. La opera prima del capitalismo es la propiedad privada, y de ahí deriva la propiedad intelectual.


En América, la propiedad privada, es; junto a tantas otras; una de esas especies introducidas por los conquistadores europeos. Conocemos los nombres y las biografías de casi todos los científicos, inventores, literatos y demás personajes del jet-set de la Europa de todos los tiempos. De la mayoría se tienen hasta retratos, que aseguran su permanencia en la memoria popular, siendo impresos en los billetes y monedas de sus respectivos países. Pero si el Banco Central de cualquier país americano decidiera imprimir una serie especial de billetes con los rostros de sus grandes personajes precolombinos, se vería en un grandísimo problema. ¿Quiénes eran? ¿Cómo eran? ¿Qué hicieron? Exceptuando ciertos nombres de caciques y emperadores, los nombres propios más exactos que de esa época podemos obtener son mayas, aztecas, incas… Nadie habla (porque nadie sabe) de los aportes de tal o cual científico maya a la astronomía. El genial ingeniero inca que ideó la siembra en terrazas se ahoga en el anonimato. En las mismas ciencias, al otro lado del océano, abundan los nombres.

Creo que las comunidades indígenas, donde las creaciones eran para disfrute de todos y no llevaban rúbrica, son las culpables primigenias de la enemistad entre nuestra sociedad y las patentes y permisos que ponen trabas al libre acceso a cierto tipo de datos. Llevamos muy adentro el concepto de que una creación intelectual es tanto del autor como nuestra. La propiedad intelectual nos es todavía un concepto ajeno. No es coincidencial que sean los países con raíz indígena los reyes de la piratería en América. Como si fuera una fábula, es la unión de la población de estos insignificantes países la que ha causado una crisis mundial en el poder las gigantes compañías, casi todas del norte del mundo. Vivimos una especie de “wikicracia”, donde el copyleft es la ley.

Ninguna campaña por la cultura ha tenido el éxito y el alcance que la piratería, por lo que se puede afirmar que ésta es la mayor agente cultural del país, brindando calidad y variedad a precios irrisorios. Mi objetivo no es hacerle una apología a la piratería; aunque cada vez que escucho un disco que en ninguna tienda se puede encontrar, o cuando veo una película cuyo nombre les parecería, a los gerentes de los cines comerciales, el nombre científico de alguna extraña criatura prehistórica; es difícil resistirse a la tentación de llamarla Santa Piratería (sí, con mayúsculas).

Catalepsia


sonarán sobre el cielo de madera sus pies en rítmica estampida. Serán ondas vertiginosas, emociones apiladas y palabras preconcebidas infinitas veces en ese laberíntico espiral del pensamiento; que por fin concretadas serán el pistoletazo que dará inicio a la coreografía programada por la cavilosa angustia de ese secreto entre dos. Yo, tú: no contamos.
Ansioso por respirar hondo algo de aire fresco que le devolviera su color, su mente aceptaría la propuesta más vil y arremetería sin titubear la más criminal de las empresas. Ese valor adquirirá esa bocanada de aire, tan gratuita normalmente. Así se vuelven los condenados el egoísmo encarnado.
Ya no será aire por donde volará insistente esa mosca, que de no estar sepultada como compañera en su suplicio, recibiría por lo menos un rayo de luz que la pintaría de un azul verdoso. De ser membranas esas rígidas paredes sufrirán una brutal ósmosis de vapores y olores cada vez más hediondos, pero todavía no heraldos de mortandad.
Pero continuará su mente idealizando esos posibles, olvidando que apenas será capaz de sentir los llamados de los manojos de tierra que, como en el juego infantil, se desvanecerán después de llamar a la puerta. Y una vez hayan cesado su travesura quedará libre para jugar a encontrar el hilo del silencio en el tejido del sonido, ese hilo delgadísimo, pero para él ese telar será más pequeño que cualquiera que hubiera conocido jamás.
Y sólo habrá un anhelo, enmarcado por uñas sangrantes y rotas, jadeos y músculos exhaustos. Y no sonarán sobre ese cielo de madera y estrellado de clavos, los pasos que le anunciarán su salvación. Y volará esa mosca verdiazul, deambulará con morbosidad inocente hasta que su sistema orgánico de insecto le permita vivir, pero finalmente quedará inmóvil a su lado, y será parte de esas cápsulas de muerte que se tragó y se seguirá tragando la tierra mientras sus entrañas se lo pidan.

Los dramas de la luna



a luna se nos da por tajadas. Hasta cuando nos engaña; caterva de observadores ingenuos, la humanidad; mostrándonos toda su redondez, hay algo que sus rayos distraídos por la infinita vacuidad espacial han dejado perder. Es simple geometría, la luna no es una circunferencia, es una esfera; he aquí la cuestión. Gracias a algún capricho de la óptica esta se aplasta y nos deja (me deja, al menos) la sensación de que nos perdemos algo: el maravilloso espectáculo de su esfericidad suspendida. El problema es aún más grave cuando con una prosa que raya en el cinismo la luna se desgaja. Es este un momento crítico para los amantes de la luna. Vemos al cielo y no encontramos en él más que las cáscaras de nuestra fruta que alguien devoró. Siendo ya algo cotidiano (¿aplica o no el término para un evento nocturno?) nadie repara en esto: es un instante en el que la parte oculta de la luna es negada sistemáticamente por nosotros. Son segundos que no existen para aquella zona tímida, borrada por nuestra imprudencia al ver, ya que si el concepto claro de áreas ocultas no se pasea fugazmente por el cerebro de cualquier observador de la luna, estas sufren una momentánea inexistencia. Afortunadamente son solo segundos, puesto que raudos aparecen los justicieros saberes que hasta el más inoperante sistema educativo nos debió haber inculcado, y reparamos nuestro fallo, siempre mentalmente, siempre sin decírselo a nadie, sin siquiera darnos cuenta, e inconscientemente vuelve la luna a completarse a pesar de sus pudores. Estos son los dramas que noche a noche vive nuestra amada perla mohosa. Qué duro ser la luna…

Recortada por las hojas...


ecortada por las hojas y las ramas, que sobre mi cabeza adornaban la noche con estrellas aún más negras que el cielo mismo, se veía resplandeciente la luna. Las sombras en su faz semejaban el baile enamorado de una pareja. No habían lugares como el que en ese entonces exploraba. La fortuna no había querido repetir su obra magna surcando con el mismo esquema colinas de otras latitudes. Tampoco habían exploradores que se aventurasen como yo. Hacía ya dos semanas desde el último contacto con humanos y en ese camino no habían huellas de ninguna clase de antecesor a mi aventura. A mis pies solo había una alfombra de hojas en putrefacción que despedían borbotones de aire viciado que parecía llegar en estado sólido a mí. La intuición me hacía seguir, y era ella mis verdaderos pies, porque ya el conocimiento se había convertido en desesperación. El encontrar que el camino se enrollaba cada vez más sobre sí mismo, como hacen las líneas sobre el nácar de las caracolas, era señal inequívoca de que no faltaba mucho para el claro donde podría encontrar el rayo de luna que no había hecho más que dejarse caer.

El fuego

Mi primer cuento, basado en la película Cinema Paradiso y en el cuento Idem de Valeria Muñoz que a su vez parte de esta película.



a pantalla se pone en negro. La película terminó. Se miran y comentan superfluamente la película porque los interrumpen llamándolos a comer. La comida está deliciosa pero él apenas se da cuenta de ello. Sólo la película está en su mente. Qué alegre y rítmico es el italiano. Qué niño más simpático. Cuánta inocencia en él. Ya es hora de irse y se despide con un muy correcto beso por la presencia vigilante y celosa de los padres de ella. En el camino de vuelta saca su omnipresente libro. Son cuentos cortos. Decide empezar por la mitad. Siempre esa manía de hacer las cosas de manera poco común. De todas maneras, él se gustaba como era. La historia le parecía conocida. Frustraciones y apariencias que ya las había visto, o vivido. Esa sensación lo acompañó todo el camino. Terminó el cuento poco antes de llegar. En su casa le esperaba un videojuego que quería estrenar. Era bueno, pero no lo suficiente así que pronto lo dejó. Al rato se fue a dormir. Amaneció soleado y caluroso y en la ciudad no había mucho movimiento. Sólo se oía el ajetreo del cine de al frente. Se marchó rumbo a su colegio maldiciendo al sol por su inclemencia. No fue un día digno de recordar y transcurrió al ritmo que este mundo, sin razón ni sentido. Esa mañana todos vieron una columna de humo negro a lo lejos. Era extraña, pero él no le dio mayor importancia y pensó que sería algún bosque en llamas producto de ese sol que parecía hecho de napalm en los veranos. Ni siquiera volvió a pensar en ese humo, hasta que lo tuvo enfrente de él y supo su fuente. No era celulosa lo que ardía, era celuloide. El cine se consumía en furiosas llamas. Las películas parecían proyectarse en las casas circundantes por efecto del fuego. Entre el popurrí de imágenes reconoció al travieso niño italiano de la película. Las puertas del cine explotaron escupiendo una llamarada hambrienta que lo envolvió. Apenas alcanzó a oír los gritos horrorizados de los presentes. Ese fuego que lo abrasaba le iluminó y le dio entendimiento. Ató cabos, recordó la película y el libro. Vio que ambos eran fibras de una misma cuerda, y que si las seguía encontraría una respuesta. No tardó en hallarla. Era él el niño de la película. Era él la joven del libro. Nunca había tenido tanta lucidez. Reconoció su infantil inocencia en el niño y su actual frustración en la joven. Pero esa luz no duró mucho más. Su película llegaba a su fin. La pantalla se puso en negro. Pero esta vez no hubo letras al final.

Aquel jardín


a lluvia no cesaba. El camino, cortado por el muro vertical de agua, parecía corto. Mi viaje continuaba cansino y solitario por esas carreteras perdidas por el tiempo y el desinterés. La radio, mi única compañera de viaje, empezaba a abandonarme, confundidas sus señales en los laberintos de esas serranías. La apagué. No faltaba mucho, me lo dijo esa cruz blanca al final de esa curva. Curva asesina de sueños e ilusiones. Curva esclavizante. Maldita curva. Tal vez si hubieran puesto esa cruz antes, no estaría hoy aquí, pensé. El poder de esa cruz no menguaba. Todavía era capaz de estremecerme y de tumbar los muros que la memoria levantó alrededor de lo que en ese mismo lugar sucedió. Todavía podía traer ante mis ojos la imagen de ese carro, tan conocido para mi, ardiendo treinta metros más abajo junto al río en el que tantas veces me bañé. Esa era la peor parte del viaje. Si hubiera otra forma de llegar la hubiera tomado, pero en este pobre país el que existiera una manera de llegar, era ya un lujo. Serpenteante continuaba mi andar, entrometiéndome en la vida e historia de todos mis antiguos vecinos, ya que ellos también tenían sus respectivas cruces blancas en prácticamente cada recodo del camino. Un frío campo sembrado con flores de la muerte era éste. El camino se dividía después en dos. El de la izquierda era la entrada a mi pueblo. Apenas eran visibles la iglesia, elevada en esa colina, y las luces de las casas, que la niebla y el agua hacían bailar. Al lugar donde me dirigía lo envolvían nubes densas y bajas. Era un lugar misterioso, tan temido como desconocido por todos. Solo yo no le temo. Lo aborrezco, pero no le temo. Lo necesito. Nunca podré explicarte qué pasa ahí adentro. No lo se. Pero desde esa noche después del accidente en la que corrí sin rumbo y sin miedo, intentando huir de este dolor que me posee hasta hoy… Algo me unió a ese alucinante lugar. Ya había llegado. Buscaba la desvencijada puertita trasera que había abierto tantas veces con el pulso temblando y sin aliento suficiente para emitir ni siquiera el sonido que me delataría y me obligaría a huir de ahí. Esa vez no fue diferente. No era miedo. Era ansiedad. La ansiedad del joven frente a su primera mujer. Casi nada había cambiado. Las plantas seguían creciendo a su antojo alrededor del árbol que buscaba. Árbol centenario que estuvo y estará en épocas de gloria y de victoria, compensando así este oscuro túnel que transitamos juntos. Caminaba directo hacia mi árbol. La ansiedad no admitía titubeos. Con más esfuerzo que el año anterior trepé las robustas ramas y removí el follaje. Brillante como una gema colgaba en el mismo lugar que siempre. Estiré mi mano para cogerla y con fuerza la jalé. Sentí en mi mano lo que sienten los ojos cuando ven directo al sol. Un bramido surgido de los más negros acantilados retumbó contra el cielo y volvió a bajar. La solté, adolorido. Era el dolor acostumbrado. Otra vez había viajado en vano. Este lugar me seguiría esclavizando. Mi piedra preciosa todavía no estaba madura. Mi felicidad todavía no me pertenecía.

Era una ciudad sucia...


ra una ciudad sucia. La noche despejada y la luna creciente no alcanzaban a tapar el olor a crimen que emanaban cada sombra y cada persona con la que se cruzaba. Desconfianza. Temor. Racismo. Eso era lo que éstas calles le habían enseñado. Así se había condicionado su cerebro para sobrevivir, y su vocación insana de caminar la noche no había si no, reforzado este pensar. Un humanismo enfermo y decrépito erraba en su cabeza, como el cauce vaciado de un río que ya no alcanza a su glaciar. Sin embargo no era aún de esos seres que cerraron puertas y ventanas y se declararon en cuarentena ante la humanidad. Él todavía mentía. Pero es tan frágil el vuelo de los ideales, como de cometas, y tan mortalmente precisa la puntería de la realidad…

Medio metro en cada paso. De noche, cada medio metro producía música para él y el volver a casa constituía el fin de la sinfonía. He ahí el por qué de su afición. Pero esta vez su música no era poco agitada. Buscaba que las callejas oscuras disuelvan sus tribulaciones. Como plan secundario, como apoyo, como refuerzo, llevaba una pistola, regalo de su abuelo el coleccionista. Es el absurdo más lógico buscar el blanco para llegar al negro. Violentándose quería la paz.
El revólver viajaba ahora en su cintura, bajo el abrigo para el frío que fingía sentir. Llevar una pistola trae consigo una responsabilidad: usarla. Esas dos sombras que se acercaban pensando que ese hombrecillo de gris sería un botín fácil, no tenían en su mente que el revólver ficticio con el que amenazarían de muerte ficticia a la víctima real, se encontraba real en la cintura de él y que la muerte ficticia de ellos les llegaría real por medio del revólver real de la víctima ficticia, porque ahora los que sentirán ese olor a crimen y se agobiarán por él, serán ellos.