l

obstinadamente el blog menos leído del internet

l




27.6.11

Evasión: lectura simultánea

uando vio su bolso cerrarse sobre la última carta supo al instante que ese no iba a ser un día normal. Con sus más de treinta años de experiencia, Arturo Moreno, cartero, sabía leer a través de los sobres los mensajes que traían las cartas. Los sobrios envoltorios de aquel día, las enlutadas y rígidas letras, cual si fueran de molde, lo hacían vislumbrarse como un heraldo de la muerte. Fiel a su costumbre buscó, para empezar, la dirección más lejana y hacia allá se dirigió. Era un barrio acomodado al que llegó. Rejas inmensas guardaban con tacañería la opulencia de las casas de ladrillo y hiedra, que buenos dineros les debían haber costado a sus dueños. Para contrarrestar las posibles negligencias del enrejado corrían por muchos patios intratables perrazos, indudablemente de alta alcurnia. Un barrio así era el que él quiso para vivir. Siempre lo soñó, desde aquellos ya remotos tiempos en que dejó su pueblo y con él el lastre de los suyos. Era ya un anhelo difunto, pero las campanas repicando a réquiem todavía sonaban en su cabeza. Buscó la dirección indicada en el sobre y, aunque los nombres no coincidían ya que el timbre decía Adela Donoso, la numeración era exacta, por lo que timbró.
-Buenos días, correspondencia para la casa.


Interrumpida en su labor de bordado por el timbre, la señora Adela Donoso hizo pasar al inoportuno cartero. El bordado, las oraciones y el chisme eran los únicos entretenimientos que le había dejado su vida de soltería (soltería forzosa y no elegida, desprovista de cualquier afirmación ideológica y debida solamente a esa fealdad reversible de cuerpo y alma que ni su cuenta bancaria pudo paliar). Una interrupción era un favor que se le hacía más a la rutina, tan necesitada de un descanso, que a la propia señora por lo que no pudo ocultar su fastidio al hacer pasar al desagradable homúnculo.
-¿Qué desea? – dijo, desdeñosa.
-Tengo una carta para la señorita Gutiérrez, y alguien debe firmarme el recibido.- le respondieron.
-Ella no se encuentra, pero yo le puedo firmar lo que sea.
Recibió el sobre de manos del cartero y tras firmar los documentos lo despidió apresurada por volver a sus labores. En el camino de regreso a su habitación pasó por el cuarto de la empleada y dejó la carta sobre el velador.


Sentada en la cuneta esperaba Mara el bus que la llevaría de nuevo a la ciudad. Tenía permiso aquel día por tratarse del aniversario de la muerte de su padre. Ella no lo había conocido y por años fue algo de lo que su madre nunca habló. Ni ella ni su hermano hicieron jamás demasiadas preguntas. El haber crecido sin su padre les hizo pensar que su ausencia era algo natural, como la noche y el día, como la sequía y el invierno, designios inescrutables de dios de los que el curita del pueblo les había prevenido de preguntar. No le busquen la quinta pata al gato, decía él con evangélica sabiduría. Tampoco se cuestionaron nunca por qué llevaban el apellido de su madre y no el de su padre. Su orfandad la sobrellevaban con la inconsciencia con la que se lleva el nombre. Recién hacía quince años, cuando su madre se fue del país tras un sueldo que les permitiese vivir, les contaron que su padre había muerto un dos de agosto en las afueras de la capital, preso en un bus que no supo frenar si no hasta llegar al fondo del abismo. Encontrarían el lugar exacto por una crucecita de cemento que se colocó en memoria de los fallecidos y que en su momento se pintó de celeste. Desde que Mara se mudó a la ciudad visitaba ese lugar cada dos de agosto acompañada de un ramo de flores. Era ahí donde se encontraba cuando en el recodo de la siguiente curva vio aparecer el bus de regreso. El anciano conductor era una oda a la longevidad y llevaba en el parabrisas de su cachivache, a manera de epígrafe personal, un sticker que rezaba: Yerba mala nunca muere. Se subió Mara al bus y juntos trazaron las infinitas eses del camino a la ciudad.

Cuando Mara llegó a casa su señora le dijo que le había llegado una carta. Su reacción fue de sorpresa y la intuición le susurró al oído que no podía tratarse de nada bueno. Las únicas personas que tenía en el mundo eran su hermano y su madre. Su hermano, desde su pueblo, nunca le escribiría una carta ya que tenían el teléfono. Y su madre, a miles de kilómetros de distancia pero hundida en la misma pobreza, ahorraba cada centavo para escribirle solo en sus cumpleaños, ya que no le daba para más. Corrió como pudo hasta su habitación, pero al entrar y ver la carta se detuvo, helada. Leyó su nombre en el sobre, Mara Gutiérrez. Lo observó como quien recibe la sentencia inapelable del destino. La alarma del reloj la sacó de su contemplación obnubilada y la hizo arrodillarse junto a la cama. Con sus trémulas manos rasgó el sobre y sacó el mínimo papel que contenía. Lo leyó, lloró, leyó de nuevo, no paró de llorar. Debía llamar a su hermano inmediatamente.


Ese día Kevin Gutiérrez no fue a trabajar. El mayoral, aconsejado por el cura, le había dado franco. Ya otro cuidaría de las vacas y su angurriento deambular. Había llegado la noticia de que doña Encarnación Gutiérrez se había muerto en el exterior. Había migrado hacía quince años ya, pero no había tenido suerte. Murió casi sola, acompañada únicamente por su compañera de cuarto de la mísera pensión donde malvivió su último año. La mató uno de esos inviernos con colmillos de los países de cuatro estaciones. Sus ahorros apenas alcanzaron para que se avise su muerte a su hija. Ella se encargaría del resto.
A la mañana siguiente del fatídico primero de agosto, día de fiestas patronales en el pueblo, se levantó Arturo Moreno con el malestar general típicamente alcohólico. Su mujer, Encarnación Gutiérrez, lloraba a su lado y daba muestras claras de no haber dormido. Lo que seguramente había sido un llanto histérico había devenido en el lastimero quejido de un ser vencido. Al levantarse Arturo, Encarnación se reanimó y empezó a golpearlo y a llamarlo asesino, pero solo con lo que de fuerzas le había dejado el temporal de lágrimas que se había desbarrancado por su rostro. La memoria nebulosa de Arturo recordaba fragmentos de una pelea, y sus nudillos rotos y aún sangrantes parecían corroborar ese recuerdo. Juntando sus retazos de memoria y lo que podía entender de lo que entre llantos decía su mujer creyó recordar lo ocurrido el día anterior.

Tras la procesión por la calles había llegado la banda y con ella la fiesta. Se había sentado a brindar con su compadre Gustavo, que además era hermano de su mujer. Tras innúmeras copas y bailes, su compadre empezó a cargarlo, burlándose de su hombría ya que él, con menos años junto a su mujer tenía ya más hijos que Arturo y Encarnación, que apenas iban por dos y que ni siquiera los habían bautizado. Siendo él tan fértil y hermano de Encarnación era claro que no era problema de ella si no que algo le fallaba a Arturo. Las bromas empezaron a desbordar la paciencia de Arturo, que en cierto momento no pudo más y descargó toda su furia sobre el rostro de Gustavo. Se levantó el compadre y con él una horda de borrachitos que empezaron a dar y recibir golpes sin saber ni a quién ni para quién. Arturo y Gustavo se siguieron buscando en la marejada de los puñetes y las patadas, sin ninguna intención de perdonarse. Piedras, palos, puños… Todo era válido. Tras rodar por el césped Arturo terminó debajo de Gustavo que, como un poseído, le encajaba sus nudillos en el rostro. Con el ojo gacho y sangre por toda su cara, Arturo alcanzó a golpear a Gustavo con una piedra que le quedó a mano. Gustavo se desplomó pero Arturo lo siguió golpeando con la piedra, como veía hacer a su mujer en la molienda del maíz.

Su esposa le informó que se había encontrado el cuerpo de Gustavo y que se quería castigar al asesino. La justicia en el pueblo era primitiva, efectiva e inmisericorde, como la ley del talión. A Arturo lo esperaba el linchamiento. Encarnación dijo odiarlo por lo hecho, pero siendo su marido y el padre de sus hijos no iba a entregarlo. Arturo se dio cuenta que no podía si no escapar. Aguardó hasta la noche y huyó, no por el camino principal si no usando el de los cuatreros, ese que para la gente del pueblo equivalía al camino a los infiernos. Llegó a la capital y tras meses de mendicidad encontró un puestito que le permitió sobrevivir y olvidarse de los suyos. Se hizo cartero.

Doña Encarnación, dividida en lo más hondo su amor filial, calló la tragedia y pidió a todos en el pueblo que no la comentaran nunca frente a sus hijos. Años después migraría, dejando su prole a los vecinos, con el compromiso de que los cuidarían y de que cuando fueran grandecitos los pondrían a las órdenes del patrón de la hacienda, don Alfonso Donoso, para que este los mandara a la capital o les diera trabajo en la chacra, lo que su merced quisiera. Se inventaría además algo para contarles, segura de que, a pesar de todo, y así no estuviera muerto todavía, ese infeliz de Arturo merecía que lo honraran con unas florcitas, aun cuando sea en tumba ajena en esos genéricos de campo santos que la devoción (y la impericia) va(n) sembrando en las carreteras de mi país.

14.6.11

El martirio new age

na historia que en la prensa amarillista hubiera visto la luz impúdica como un cristo, a través del lente de Michael Haneke se transforma en un potente recorderis de la capacidad destructora de la monotonía. En El Séptimo Continente Georg, Anna y Eva –padre, madre e hija- son una familia que cualquiera pensaría perfecta. Jóvenes, bellos y con plata. Georg había recibido un aumento de sueldo y pronto se vería ascendido a un nuevo puesto. Anna era una guapa oftalmóloga que trabajaba junto con su hermano en su consultorio. Eva iba a la escuela y practicaba gimnasia. La felicidad enlatada que Occidente exportaba/exporta en aquellos/estos tiempos de cortinas de hierro/ejes del mal.

La película, a paso de entierro, recorre una y otra vez la vida de los personajes; vidas en las que hasta la rutina ha perdido la capacidad de aburrir y es aceptada como la letra chica de ese contrato que firmamos tácitamente al nacer. El director escoge el montaje que más le luce a la trama y se aleja tenazmente del esteticismo. Predomina siempre el gris, lo antiséptico y oficinesco, el gusto producido en masa y sin carácter bien amado por la clase media. El ojo de la cámara crea una doble metáfora. El enfoque muestra pocas veces los rostros de los personajes, centrándose en un determinado espacio físico que se verá finalmente invadido por sus manos, sus pies o sus caderas. De esta manera, mezquinándonos las caras de la gente, Haneke obtiene dos efectos. Primero: si no podemos ver sus ojos, poco más podemos saber de sus sentimientos que no sea lo que nos suelta el director (que es poco y nada). Y segundo: al ver solo manos, sin rostros, podemos hacer extensiva y genérica la historia para toda la humanidad, casi prohibiéndonos atarla a su Austria originaria. Así es que Haneke, haciendo mucho con poco, logra con estos dos elementos la fórmula elocuente que lo explica todo: siendo sus personajes víctimas de la cosificación de la vida por parte de la modernidad, ¿qué sentimientos podría tener una máquina? Aceptándolos como objetos, ¿qué emociones se podría mostrar? Las máquinas trabajan igual en Sri Lanka que en Bélgica. Georg y Anna podrían tranquilamente ser Jorge y Ana, Giorgio e Anna, George et Anne…

Pero como algo tenía que ocurrir en la película, algo ocurre finalmente. En las relaciones de los miembros de la familia se ve un inapelable estancamiento. Un año ha pasado del inicio de la película y sus vidas no han cambiado un ápice. Tras otro año más que todo hace suponer igual de decadente que el anterior, Georg y Anna deciden tomar acciones drásticas. Se deshacen de todos sus bienes materiales, dinero, carros, propiedades… Renuncian a sus trabajos y van de visita donde la familia de Georg. Al día siguiente de su regreso les escriben una carta contándoles su decisión y tras destrozar hasta el último objeto de la casa –destrucción en la que hasta Eva participa- se suicidan los tres. 22h30 del 11 de enero de 1989 muere Eva. 02h00 del 12 de enero muere Anna. El epitafio de Georg es tan solo un signo de interrogación que escribe él mismo en la pared antes de echarse a esperar la muerte viendo la tele en medio de dos cadáveres.

La película es un verdadero reto para el espectador. Las tomas largas de una misma acción y la ausencia de sucesos pueden sacar un bostezo cada tanto, especialmente al principio. Pero son bostezos que hay que saber interpretar. Las superproducciones de acción nos mantienen al borde del asiento porque estamos todos conscientes de que nuestras existencias se parecerán poquísimo a la de James Bond. En cambio los tristes Georg y Anna, ¿no se parecen demasiado a nosotros? ¿Esos planos fijos de uno o dos minutos no son lo mismo que hacemos por ocho horas diarias, por cinco días a la semana, por doce meses, por cuarenta años, por toda la eternidad? Estos hechos ocurrieron en Austria pero son exportables a cualquier rincón del orbe. Nunca tanto como ahora estuvo muerto el humanismo, en estos tiempos en que la raza humana se va descubriendo inviable, en el que la caída de las banderas sirvió apenas para quitarle las máscaras ideológicas a la maldad más esencial, el ser humano va perdiendo plazas ante un enemigo invisible por omnipresente y que coincidencialmente es de su propia creación, su hijo. El parricidio de la sociedad es el alimento primero de la obra del director germano. La cosificación del ser humano ya fue filmada mitad en broma mitad en serio por Tati y Chaplin; Haneke en su opera prima le da esta terrible revisión. La familia S., como kafkianamente se los bautiza en la película, con su trágico final idéntico al de los Goebbels, es de esa nueva línea de mártires seglares, los mártires de la modernidad.