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14.6.11

El martirio new age

na historia que en la prensa amarillista hubiera visto la luz impúdica como un cristo, a través del lente de Michael Haneke se transforma en un potente recorderis de la capacidad destructora de la monotonía. En El Séptimo Continente Georg, Anna y Eva –padre, madre e hija- son una familia que cualquiera pensaría perfecta. Jóvenes, bellos y con plata. Georg había recibido un aumento de sueldo y pronto se vería ascendido a un nuevo puesto. Anna era una guapa oftalmóloga que trabajaba junto con su hermano en su consultorio. Eva iba a la escuela y practicaba gimnasia. La felicidad enlatada que Occidente exportaba/exporta en aquellos/estos tiempos de cortinas de hierro/ejes del mal.

La película, a paso de entierro, recorre una y otra vez la vida de los personajes; vidas en las que hasta la rutina ha perdido la capacidad de aburrir y es aceptada como la letra chica de ese contrato que firmamos tácitamente al nacer. El director escoge el montaje que más le luce a la trama y se aleja tenazmente del esteticismo. Predomina siempre el gris, lo antiséptico y oficinesco, el gusto producido en masa y sin carácter bien amado por la clase media. El ojo de la cámara crea una doble metáfora. El enfoque muestra pocas veces los rostros de los personajes, centrándose en un determinado espacio físico que se verá finalmente invadido por sus manos, sus pies o sus caderas. De esta manera, mezquinándonos las caras de la gente, Haneke obtiene dos efectos. Primero: si no podemos ver sus ojos, poco más podemos saber de sus sentimientos que no sea lo que nos suelta el director (que es poco y nada). Y segundo: al ver solo manos, sin rostros, podemos hacer extensiva y genérica la historia para toda la humanidad, casi prohibiéndonos atarla a su Austria originaria. Así es que Haneke, haciendo mucho con poco, logra con estos dos elementos la fórmula elocuente que lo explica todo: siendo sus personajes víctimas de la cosificación de la vida por parte de la modernidad, ¿qué sentimientos podría tener una máquina? Aceptándolos como objetos, ¿qué emociones se podría mostrar? Las máquinas trabajan igual en Sri Lanka que en Bélgica. Georg y Anna podrían tranquilamente ser Jorge y Ana, Giorgio e Anna, George et Anne…

Pero como algo tenía que ocurrir en la película, algo ocurre finalmente. En las relaciones de los miembros de la familia se ve un inapelable estancamiento. Un año ha pasado del inicio de la película y sus vidas no han cambiado un ápice. Tras otro año más que todo hace suponer igual de decadente que el anterior, Georg y Anna deciden tomar acciones drásticas. Se deshacen de todos sus bienes materiales, dinero, carros, propiedades… Renuncian a sus trabajos y van de visita donde la familia de Georg. Al día siguiente de su regreso les escriben una carta contándoles su decisión y tras destrozar hasta el último objeto de la casa –destrucción en la que hasta Eva participa- se suicidan los tres. 22h30 del 11 de enero de 1989 muere Eva. 02h00 del 12 de enero muere Anna. El epitafio de Georg es tan solo un signo de interrogación que escribe él mismo en la pared antes de echarse a esperar la muerte viendo la tele en medio de dos cadáveres.

La película es un verdadero reto para el espectador. Las tomas largas de una misma acción y la ausencia de sucesos pueden sacar un bostezo cada tanto, especialmente al principio. Pero son bostezos que hay que saber interpretar. Las superproducciones de acción nos mantienen al borde del asiento porque estamos todos conscientes de que nuestras existencias se parecerán poquísimo a la de James Bond. En cambio los tristes Georg y Anna, ¿no se parecen demasiado a nosotros? ¿Esos planos fijos de uno o dos minutos no son lo mismo que hacemos por ocho horas diarias, por cinco días a la semana, por doce meses, por cuarenta años, por toda la eternidad? Estos hechos ocurrieron en Austria pero son exportables a cualquier rincón del orbe. Nunca tanto como ahora estuvo muerto el humanismo, en estos tiempos en que la raza humana se va descubriendo inviable, en el que la caída de las banderas sirvió apenas para quitarle las máscaras ideológicas a la maldad más esencial, el ser humano va perdiendo plazas ante un enemigo invisible por omnipresente y que coincidencialmente es de su propia creación, su hijo. El parricidio de la sociedad es el alimento primero de la obra del director germano. La cosificación del ser humano ya fue filmada mitad en broma mitad en serio por Tati y Chaplin; Haneke en su opera prima le da esta terrible revisión. La familia S., como kafkianamente se los bautiza en la película, con su trágico final idéntico al de los Goebbels, es de esa nueva línea de mártires seglares, los mártires de la modernidad. 

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