l

obstinadamente el blog menos leído del internet

l




30.4.11

Nota Mental 002


i existe una literatura pródiga en personajes es la literatura rusa. Rubén Blades es el novelista ruso de la salsa. Escúchese Paula C, Pablo Pueblo, Pedro Navaja, Juan Pachanga, Ligia Elena, Manuela... 

Nota Mental 001


arece que ser de ascendencia judía, vivir en Nueva York e incursionar en las artes desarrolla una hipersexualidad y un sentido de lo sórdido muy estéticos. Revísese Woody Allen, Philip Roth, Henry Miller... 

Nota Mental 000


ara darle más dinámica a este blog, una como de guerra de guerrillas, inauguro esta sección de notas mentales. Son ideas más o menos estúpidas que se me van ocurriendo en mi existencia diaria. 

7.4.11

El Presidente


ue un día de agenda estrecha para el Presidente. Recepción en la cancillería con el agregado cultural belga, inauguración del nuevo hospital bajo la luminaria de los flashes, decretos, inspección de campo a la nueva autopista al sur, decretos, decretos y aún más decretos. Más allá de la medianoche cuando ya todas sus plumas estaban secas de dibujar invariables su firma, se dejó caer sobre su amplio sillón, aquel que ha albergado las ancas de muchos de los primeros hombres de la patria.
-¡Tráiganme un whiskey! - gritó al vacío, seguro de que alguien en el despacho contiguo obedecería.
Solícito apareció su edecán –el mejor amigo del hombre – con  el brebaje en enfriamiento en una mano y con la otra atrás, como agarrándose la cola que bailaba de la felicidad de ser justamente él quien sirviera al Presidente en horas tan atípicas. Se trabajaba en su lógica pueblerina una senda hacia futuros ascensos que lo llevarían lejos, tal vez, como le había pronosticado su madrecita santa la bendición, tal vez, hasta la alcaldía de algún pueblo olvidado, mejor aún si era el de su taita.
-Gracias – dijo el Presidente – ahora retírese y deme diciendo a mi mujer que no voy a dormir en casa. Tengo reunión con los ministros mañana temprano. Me quedo en Palacio.
Una vez despachados todos los empleados, se quitó la corbata y dejando el vaso todavía lleno sobre la mesa se reclinó sobre el sillón. Las brasas alcohólicas del vaso, culpables de tantos corazones enardecidos, llevaron al llanto a los últimos hielos.

De no estar todos ya irrevocablemente muertos, los campaneros de las iglesias hubieran dado los cinco golpes matutinos a sus moles de bronce. De no estar profundamente dormido, hubiera sentido el Presidente que algo se forjaba en su interior. Algo, una fuerza extraña y que como un líquido se iba regando por el interior de su cuerpo, ese recipiente que lo contenía. Aumentaba la tensión y la lucha de ese cuerpo extraño, pero a pesar de esto el Presidente dormía como un bendito. Cuando el cuerpo del durmiente ya no daba para más, se encogió como con un hipo encasquillado y soltó un ruido sordo, de ecos de piedra y cal, que rodeándolo de un polvillo blancuzco hacían pensar que alguien había estornudado en una catacumba. Esa nube de polvo fue tomando cuerpo hasta formar todos y cada uno de los rasgos del Presidente que dormitaba aún en su sillón. La misma camisa blanca con el cuello desabotonado, la misma chaqueta gris de las recepciones, el mismo reloj imitación de oro… Nada parecía inquietar al nuevo y etéreo Presidente. Su tranquilidad ante la situación parecía indicar que era ya un viejo zorro en las lides de lo insólito, si bien era la primera vez que algo así le pasaba. Tomó el vaso del diluido whiskey y apuró un trago, pero lo escupió entero. Esos hielos comprados en gasolinera le maleaban su escocés con un dejo de subsidio estatal.

En el pasillo que daba a la calle se encontró con el guardia nocturno que con la cabeza hacia atrás y la boca abierta dormía descuajaringado. Furioso el Presidente le increpó:
-¡Irresponsable! ¡Inepto! ¡Vago! ¡Indolente! – ya dubitativo, por la total falta de respuesta del guardián - ¿Irrespetuoso? ¿Sordo? ¿Está usted bien, cabo? ¡¿Me escucha?!
-No se gaste. No puede oírle, nadie puede – susurró una voz a su costado.
-¿Quién es usted? – dijo entre asustado e intrigado el Presidente al ver a su interlocutor, un hombre encadenado y de ropas gastadas que parecían del siglo anterior.
El hombre no quiso decir su nombre pero se presentó como el caro amigo de un ex presidente, que tras ser expulsado del palacio por una de las tantas revolucioncitas de la republiqueta, no pudo ayudarlo a escapar de su escondite de evadido de la prisión. Se apresuró a aclarar que lo de la prisión se debía nada más que a un lío de faldas y pantalones, agravado porque de sus pantalones salió un revólver y de esas faldas, un tiempo después, una nenita de nombre María Esther. Sus pesadas cadenas, que en el apuro de huir de la prisión no pudo cortar, fueron el ancla que lo dejó plantado en el palacio hasta que una bayoneta robada a un granadero y en manos de un revoltoso puso fin a sus días. Desde aquel episodio – para nadie tan trágico como para él, claro está – se dedica a dar relajados paseos por el palacio. En las noches suele recorrerlo entero, asustando a uno que otro gato y a todos aquellos mandatarios que eligen los gallos y la medianoche para acabar aquellos negocios siempre tan provechosos para sus gobernados. He ahí por qué es el mayor depositario de secretos de estado y de alcoba.
Puso al corriente al Presidente de su condición de ánima y ayudándole a abrir el pesado portón, de tal forma que no despertase al guardián, lo acompañó hasta la calle. Sin decir palabra se dio media vuelta y desapareció por el hueco de la puerta.

Ya amanecía, y por sobre la manta verde del monte aparecía esa luz horizontal que solo toca las cúpulas y sus palomas, dejando morir de frío a los mendigos, a los perros y a los borrachos. La plaza matutina, eternamente vestida de traje largo, daba el aspecto de un salón de fiestas al cual la gente había llegado antes de ser invitada. Para los trasnochados que se encontraban con los madrugadores las primeras cafeterías empezaban a abrir sus puertas. Hambriento en la nostalgia por un sencillo café con humitas, fue hacia allá donde se dirigió. Notó en su trayecto que si bien la mayoría de los viandantes lo ignoraba totalmente, había quienes lo saludaban corteses. Entendió en ese momento que en aquella ciudad de poncho y  de sotana a muchos les ocurría lo que a él. Y que, de igual forma que a él, a nadie parecía sorprenderle.
Entró indeciso al café, como quien llega a donde se sabe no querido. Tres ancianos en una mesa lo saludaron y lo invitaron a sentarse. Obedeció – tampoco hubiera sabido qué más hacer – y se sentó. Ninguno de los tres le prestó más atención. Le convidaron una humita y una sosa taza de café y lo olvidaron, tanto como se olvidaron entre sí. A medida que fueron acabando su comida se fueron retirando, despidiéndose en silencio con una inclinación de cabeza. Esto al Presidente no le molestó. Tras tanto tiempo de edecanes sumisos, ministros lameculos y funcionarios esclavos, sentirse ignorado era algo que podía permitirse.
En nubes de humo se iba enfriando su café, que de todas formas no estaba dispuesto a tomar. Sentado en su sillita de madera veía por la ventana a los peatones que pasaban, intentando caracterizar a cada uno de ellos: poncho verde, corbata a cuadros y chaqueta a rayas, qué horror, niños con bolsillos rebosantes de canicas, jóvenes incómodos en uniforme colegial, viejos tan viejos como la ciudad; algunos lo saludaban, otros ni siquiera lo veían, pero todos, todos, cargaban a cuestas su propia existencia extraña, tercos como caracoles. No tenía sentido el adivinarles a cada uno de ellos una vida y un origen – nunca lo ha tenido, sometidos como estamos a los arcanos del gratuito azar – menos aún ese día en el que las cosas ocurrían de manera tan anormal.
Por fuerza de costumbre, al salir dejó sobre la mesa un billete que creyó cubriría el gasto.

En la ciudad reinaba ese ambiente meloso, inmóvil y gris que bien dicen precede a toda tormenta, incluso a una política. Las gentes se reunían donde encontraban una televisión o una radio sintonizada con los noticieros. Eran grupos de caras largas y cejijuntos gestos de admiración. Se rumoreaba que en Palacio el Presidente había disuelto el Congreso y se había proclamado dictador. El Presidente se acercó a ellos. Horrorizado con la noticia empezó a rememorar. Los últimos habían sido meses difíciles, con una cada vez peor relación con la oposición que crecía a un ritmo incontrolable. Todo diálogo con los grupos de estudiantes había llegado a un punto muerto y no fueron pocas las veces que estuvo a punto de ordenar el cierre de la Universidad. Pero a pesar de todos los inconvenientes su fuerte razón democrática logró imponerse siempre a los devaneos de su ira con el autoritarismo. Siempre, hasta ese día. La oposición anunció una rápida respuesta y puso en marcha una manifestación hacia el palacio. El Presidente debía regresar también.

A dos cuadras de la plaza se oían ya los exaltados gritos de la muchedumbre. Flameaban al viento banderas de doctrinas y países que muy pocos conocían, y se envalentonaban insultando a la policía. El Presidente se coló en la multitud, donde quienes lo veían lo incitaban a gritar. Invirtiendo la lógica, la línea de policías que resguardaba el palacio estaba cada vez más arrinconada y asemejaba un grupo de condenados a fusilamiento. El Presidente había llegado ya a la primera línea y ningún policía parecía haberlo advertido. Las caras nerviosas de los oficiales daban seguridad a los pendencieros manifestantes, que viéndose superiores en número, en voluntad y en valentía se creían invencibles. La masa dio unos pasos hacia adelante, achicando la distancia que los separaba de los cañones de los fusiles, empujando el destino, apurando su suerte. Al ver esto el oficial al mando del operativo ordenó a su batallón apuntar. Los rifles enfilaron sus dientes hacia la gente. Con ansias trasnochadas de martirio el populacho avanzó aún más. El oficial en jefe, retaco y moreno, con un bigote a caballo entre uno mal afeitado y uno nunca crecido, gritó finalmente ¡fuego! El Presidente intentó detenerlos gritando la contraorden, pero nadie lo escuchó. Apuntando la mira la policía apretó el gatillo y descargó todo el peso de la ley en contantes balas de plomo. La masa sólida de la multitud empezó a desmoronarse. El Presidente gritaba desesperado procurando evitar la masacre, pero no pudo evitar que los agentes dispararan sobre los que hasta ayer eran sus vecinos, sus compadres y comadres, sus tenderos o sus boticarios; olvidándose del día siguiente, masacrando la vecindad que se renueva cada mañana con el saludo en la puerta del hogar. La impotencia y la rabia lo hacían pegar alaridos llorosos, ahora que frente a sí tenía al escuadrón policial, a su alrededor los cadáveres de los insensatos protestantes y a sus espaldas lo que quedó de aquella turbamulta que dejó atrás tantos compañeros. Entre los caídos alcanzó a divisar a una joven agonizante que le hacía señas, tal vez la única que podía verlo. Su cuerpo, machacado por las coces de sus compañeros que huían presos del pavor, se deshilachaba con cada respiro.  Se acercó a ella y la tomó en sus brazos, a la vez que las victoriosas tropas cesaban el fuego. Con ese cuerpo juvenil en sus brazos, flor fugaz que abortó su fruto, alcanzó a dar dos pasos hacia la línea policial. De atrás de uno de los policías más corpulentos apareció otro, armado con un mosquetón y con la mirada inyectada de esa sangre picada de pólvora. Certero e infalible apuntó al Presidente, el último manifestante en pie en la plaza. La oscuridad sin fin de la muerte empezó con la luz de la explosión. La bala entró por sobre el ojo derecho. Ambos cuerpos cayeron sin frenos, en tumbas callejeras que ninguna magdalena podrá llorar jamás.



Epílogo

Cualquier semejanza con la vida real corre por cuenta de su cochina conciencia.

3.4.11

Habla la Tierra

uando canta Mercedes habla la Tierra. Quiso ella llevársela y en su abrazo fraterno y grato descansa su dulce voz que tanto y tan bien le cantó. Evidentemente hablo de la única e irrepetible Mercedes Sosa. Que sea este mi humilde y extemporáneo homenaje póstumo a la garganta mayor de nuestra América.

Escuchando su último trabajo -su bellísimo canto de cisne, bautizado con una sobriedad de funeral que raya en lo premonitorio- y revisando la lista de colaboradores, esbozamos una idea de la dimensión de su figura en el medio latinoamericano. No es sólo una gran voz -porque grandes voces he encontrado hasta en ciertos cobradores de bus- es una conciencia correcta y tranquila que cuando canta duerme el sueño de los justos por saberse limpia del barro que tanta encrucijada su vida le tendió. Es la voz que nunca erró una nota, ni en lo social, ni en lo político, ni en la fidelidad al ser humano; camino resbaloso que a tantos hizo patinar. Es la voz que supo distinguir justos de pecadores y convertirse en la canción de cuna que arrulló los sueños libres de los primeros. Nada más que una trayectoria como ésta, inmaculada, otorga a alguien el poder de convocatoria necesario para poner en marcha una empresa de fantasía como la que Mercedes armó.

Son los dos volúmenes de Cantora un homenaje justísimo a ella misma. Se delata desde el título. Haciendo una cuidadosa selección del cancionero preparó dos discos con la crème de la crème de la canción hispanoamericana. Como siempre, fiel a su apertura a los géneros musicales populares -populares en el sentido de pueblo, de pertenencia a cierto grupo social, no de pop, de silicona y putifaldas- incorporó en su disco a artistas que sería difícil de imaginarlos junto a una voz tan académicamente aceptada como la suya, pero que comparten –muy a su manera, claro está- ese grito de reivindicación que lleva la marca registrada de Mercedes Sosa. Léase Calle 13 y Gustavo Cordera de la Bersuit. Pero al no tratarse de un trabajo de experimentación y siendo la cumbre de una carrera estelar, lo autorizan con su presencia artistas de trayectorias también estelares y oímos por ahí, entre otros muchos, a Joan Manuel Serrat y Caetano Veloso. En el documental consta de fragmentos de la grabación en estudio de cada canción. El respeto y la devoción que muestran todos los músicos colaboradores hacia Mercedes, ella se los paga con esa inmensa humildad que no la abandonó jamás. Qué regalo maravilloso es ver en los ojos de una figura consagrada el nerviosismo, el miedo, la alegría y el placer de un novato, que nos demuestran que la rutina y el tedio no siempre ganan la batalla que da el tiempo.

Por ser este un disco para escucharlo con la piel erizada y con los ojos con pronóstico de lluvias, como si fuera la misma Negra que nos lo cantara a las espaldas. Porque saber decir adiós es tal vez el don más difícil e importante, y porque la Negra lo poseía. Por la inocencia de la que puede jactarse tu perseverancia, y por predicar ese principio con el ejemplo.  Por esto y por tanto, mucha gracias mi Negra.