eyendo una recopilación de artículos publicados por Mario Vargas Llosa, un escritor que me fanatiza por lo que escribe pero con el cual discrepo en casi todas sus opiniones, me topé con un texto que amerita esta inocua respuesta. El artículo se llama La muerte del gran escritor, publicado en el español Diario El País. Consta en el libro El lenguaje de la pasión. Lo busqué para ponerlo aquí ya que los juicios (aunque esto dista mucho de serlo) in absentia no son mis favoritos, pero no lo encontré.
Vargas Llosa parte a su vez de un libro de Henri Raczymow que lleva el mismo nombre y plantea que actualmente no existe esa figura monumental del escritor consagrado e idolatrado por toda la sociedad, más específicamente la francesa. Acertadamente Vargas Llosa extiende esta conclusión a todas las sociedades y desdramatizando el lamento de Raczymow afirma que esta situación debería incentivar a los creadores de literatura en vez de conducirlos al suicidio al que el francés parece acercarse. Propone el reto de crear una literatura menos pretenciosa y más divertida para acomodarse a las condiciones actuales. En resumen esto es de lo que se habla en el artículo. No me corresponde a mi tratar el tema que un gigante como es Vargas Llosa ya expuso, por el ineludible riesgo a estropearlo. Así que recomiendo a todo el que le interese que busque el libro y lo disfrute.
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La figura del gran escritor que Raczymow y Vargas Llosa dan por muerto existe aún. ¿Cómo no podría ocupar este sitial el fantástico Gabriel García Márquez? Este colombiano creo que es el más grande escritor de la actualidad, y por sus dimensiones no creo que pierda en nada si se lo compara con monstruos de otras épocas. Que no ocupe el centro absoluto del universo como sus colegas antecesores se debe a la reestructuración del orden mundial y al lugar que a la literatura le tocó ocupar en él, más que a la extinción de esa rarísima y exótica especie (¿ornitológica?) que son los genios de la pluma.
A la literatura le ocurrió lo mismo que a la religión, sólo que por menos tiempo, por lo acelerado del ritmo mundial actual. La religión, por diez siglos, y su sucesora la literatura, por dos, fueron las directoras pasionales, las dueñas de los corazones de la visceral humanidad antigua. Después de su caída el monolítico cuerpo del poder se desparramó en miles de “nuevas vías” alternativas que antes formaban parte de esa “gran vía”, y así es como tenemos infinidad de sectas-religionoides y de corrientes literarias, al punto que hoy en día podría decirse que cada escritor es su propia corriente.
Pero como no hay bien que dure mil años, se les acabó la fiesta a los libros y empezó la de los medios audiovisuales. Son ahora ellos la Q y la K de corazones, por lo cual son sus personajes los que ocupan a la gente de a pie de la manera que antes lo hacían genios del calibre de Víctor Hugo. Tan sólo un ejemplo, compárense los funerales del novelista francés con el del cantante de pop Michael Jackson. Cierto, a los parisinos los movía la devoción por quien tal vez sea el más grande escritor en lengua francesa mientras que los millones de espectadores de todo el mundo y los miles de asistentes a esa repudiable ceremonia pública de despedida del rey del pop, no querían más que tener una morbosa anécdota que contar cuando viejos.
Los dioses han cambiado, los creyentes también. La frivolidad de este cambio es innegable pero previsible. Desde niños sabemos que el dueño del balón es quien pone las reglas. Las pusieron las naciones europeas, reducidas a provincias del imperio cristiano, en la época de la religión. Creo que la conquista de América es ejemplo esclarecedor. Y cuando le tocó el turno a la literatura vino Francia, en cuyo cielo brillaba buena parte de la constelación literaria. El poder actualmente lo ostentan otros, y esos otros no son si no, obviamente, los EEUU. Aquí se nota de nuevo cómo el frenesí al que nos hemos acostumbrado en la vida diaria lo engloba todo y lleva al mundo a cumplir en un santiamén aquel nacer-crecer-reproducirse-morir que antaño tomaba siglos. Como sabemos la potencia de los EEUU está sitiada por crisis y guerras desesperadas, y esto en menos de un siglo de imperio. (Cualquier semejanza con el discurso de un cierto político venezolano es mera coincidencia, añado en mi descargo).
Las reglas del juego de hoy son claras, hasta demasiado claras diría yo. Ser rápido y ser fácil, mandatos divinos de ese orden que ha hecho de una hamburguesa la mejor metáfora del mundo actual. La literatura obviamente no califica dentro de estos parámetros, como no calificó la religión en los durísimos exámenes de raciocinio y lógica que le impuso la literatura. Hago una aclaración que espero sea innecesaria, porque quien lea esto y encuentre obvio lo que voy a decir es quien me está entendiendo de verdad. Al decir literatura me refiero a aquellos textos que no nacen del afán de lucrar, aquellos textos que no diría que son minoritarios actualmente pero sí que han sufrido un ataque inmisericorde de la escritura edulcorada y facilista. Ese ejército de escribidores es la fuerza de choque del poder que se contrapone fieramente a la literatura “auténtica”. Las comillas por la ambigüedad del término. Otra vez me fío de la complicidad del hipotético lector porque es ésta siempre una herramienta más poderosa que la habilidad del más ducho usuario del diccionario.
En efecto, como dice Vargas Llosa, no hay que desgarrarse las vestiduras ni darle a esta situación el patetismo que Raczymow le imprime. De todas maneras, hasta en su época de esplendor la literatura fue privilegio de una élite social que podía pagarla si bien no siempre entenderla. Como la religión fue de nobles que la versionaban y se la vendían al pueblo calculando siempre el beneficio posterior. Y como ahora los ya citados medios audiovisuales pertenecen a grupos multimillonarios obviamente minoritarios, con tan solo contadas y admirables excepciones, como la Radio Bemba. Curiosamente los encumbrados al poder lo han perdido cuando se han democratizado. Cuando, tal vez con afán lúdico, se sacudieron de su elitismo y jugaron a ser pueblo. La Iglesia y posteriormente la Academia fueron maestros sobresalientes que crearon alumnos brillantes que queriendo entrar en ellas las terminaron destruyendo, porque no fue ningún tiranuelo quien acabó con la hegemonía de la literatura ni tampoco ningún hereje con la de la religión. Fueron siempre gente de sus propias filas las encargadas de darles el toque de gracia. El eterno y siempre espinoso parricidio, el método que la humanidad hizo suyo en su afán de ir hacia adelante. Si la ecuación continúa válida, serán las mismas alas alternativas que se mueven subrepticiamente dentro de las instituciones establecidas las encargadas de tumbar al coloso y dejar vía libre para una nueva (ojo, nueva. No mejor, solamente nueva.) estructuración mundial. Pero eso ya es vino de otro barril.