
ra una ciudad sucia. La noche despejada y la luna creciente no alcanzaban a tapar el olor a crimen que emanaban cada sombra y cada persona con la que se cruzaba. Desconfianza. Temor. Racismo. Eso era lo que éstas calles le habían enseñado. Así se había condicionado su cerebro para sobrevivir, y su vocación insana de caminar la noche no había si no, reforzado este pensar. Un humanismo enfermo y decrépito erraba en su cabeza, como el cauce vaciado de un río que ya no alcanza a su glaciar. Sin embargo no era aún de esos seres que cerraron puertas y ventanas y se declararon en cuarentena ante la humanidad. Él todavía mentía. Pero es tan frágil el vuelo de los ideales, como de cometas, y tan mortalmente precisa la puntería de la realidad…
Medio metro en cada paso. De noche, cada medio metro producía música para él y el volver a casa constituía el fin de la sinfonía. He ahí el por qué de su afición. Pero esta vez su música no era poco agitada. Buscaba que las callejas oscuras disuelvan sus tribulaciones. Como plan secundario, como apoyo, como refuerzo, llevaba una pistola, regalo de su abuelo el coleccionista. Es el absurdo más lógico buscar el blanco para llegar al negro. Violentándose quería la paz.
El revólver viajaba ahora en su cintura, bajo el abrigo para el frío que fingía sentir. Llevar una pistola trae consigo una responsabilidad: usarla. Esas dos sombras que se acercaban pensando que ese hombrecillo de gris sería un botín fácil, no tenían en su mente que el revólver ficticio con el que amenazarían de muerte ficticia a la víctima real, se encontraba real en la cintura de él y que la muerte ficticia de ellos les llegaría real por medio del revólver real de la víctima ficticia, porque ahora los que sentirán ese olor a crimen y se agobiarán por él, serán ellos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario