
sonarán sobre el cielo de madera sus pies en rítmica estampida. Serán ondas vertiginosas, emociones apiladas y palabras preconcebidas infinitas veces en ese laberíntico espiral del pensamiento; que por fin concretadas serán el pistoletazo que dará inicio a la coreografía programada por la cavilosa angustia de ese secreto entre dos. Yo, tú: no contamos.
Ansioso por respirar hondo algo de aire fresco que le devolviera su color, su mente aceptaría la propuesta más vil y arremetería sin titubear la más criminal de las empresas. Ese valor adquirirá esa bocanada de aire, tan gratuita normalmente. Así se vuelven los condenados el egoísmo encarnado.
Ya no será aire por donde volará insistente esa mosca, que de no estar sepultada como compañera en su suplicio, recibiría por lo menos un rayo de luz que la pintaría de un azul verdoso. De ser membranas esas rígidas paredes sufrirán una brutal ósmosis de vapores y olores cada vez más hediondos, pero todavía no heraldos de mortandad.
Pero continuará su mente idealizando esos posibles, olvidando que apenas será capaz de sentir los llamados de los manojos de tierra que, como en el juego infantil, se desvanecerán después de llamar a la puerta. Y una vez hayan cesado su travesura quedará libre para jugar a encontrar el hilo del silencio en el tejido del sonido, ese hilo delgadísimo, pero para él ese telar será más pequeño que cualquiera que hubiera conocido jamás.
Y sólo habrá un anhelo, enmarcado por uñas sangrantes y rotas, jadeos y músculos exhaustos. Y no sonarán sobre ese cielo de madera y estrellado de clavos, los pasos que le anunciarán su salvación. Y volará esa mosca verdiazul, deambulará con morbosidad inocente hasta que su sistema orgánico de insecto le permita vivir, pero finalmente quedará inmóvil a su lado, y será parte de esas cápsulas de muerte que se tragó y se seguirá tragando la tierra mientras sus entrañas se lo pidan.
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