
No creo que los ciegos fumen como nosotros. Fumar no es tener humo en la boca y llevarlo hacia los pulmones. Tampoco lo es saborear apenas el humo con ínfulas de catador. Mucho menos, muchísimo menos, robarle cigarrillos a los hermanos mayores y jugar a ser hombres escondiéndonos como niños en el baño. Fumar debe ser una liturgia sinestésica que necesita del compromiso de nuestra sensibilidad. Así se me aparece a mí. En la boca, desesperado y amargo y picante y preso, el humo, lima los barrotes que lo tienen confinado. Entre los dedos descansa, como justificando su longitud, el cigarrillo expectante. La nariz se frunce, irritada, encantada, sometida al hipnótico vaivén del aroma. Es la niña díscola de la fiesta. Cuando los labios se abren, alza vuelo desenfrenado la humareda. Son el testimonio de trenes sin retorno, las volutas se abrazan y se abandonan y desaparecen en el aire. Nuestros ojos enamorados corren tras ellas sin éxito, y nos quedamos con expresión vencida viendo hacia el cielo. Definitivamente los ciegos no fuman como nosotros.
Además del sol, por la ventana se colaban los ruidos que la ciudad se obstinaba en producir. Suspendido en mi departamento, la humanidad llegaba a mí en forma de frenazos, ambulancias y motores asmáticos. El cigarrillo iba ya por la mitad. Mientras veía cómo las cosquillas de fuego lo iban consumiendo, lo escuché hablar. Le habló a mis oídos, invitándolos a la comunión de la que nunca habían participado. Eran ecos de fogatas que repicaban a duelo, almas en pena de astros sin luz. Caí en cuenta de que si no había escuchado antes arder un cigarrillo no podía decirse que había fumado en realidad. El papel quemándose era esa última dimensión. El crepitante runrún de un fagot solitario en una plaza inmensa: mi cigarrillo tocaba la misma música que el sol. Dando tumbos se fue acabando el tabaco, y la última pitada no sonó a nada. Ya no era necesario. A lo lejos se escuchó pasar un tren.
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