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19.1.11

Eau-de-vie

n la única esquina libre de la atestada mesa reposaba el paquete. Vestido de papel de empaque marrón, ese que él prefería por elegante y familiar, esperaba por los últimos suspiros de un cigarrillo. Escribió la letanía que un funcionario al otro lado del océano usaría para llevar el paquete al dueño de ese nombre. Empeñándose en cada letra creía inflarlas de una solemnidad ineludible. Pero ni siquiera el cerco caligráfico con el cual pretendía salvaguardar sus paquetes lo había salvado de las bochornosas inspecciones en la oficina de correos. Le era insoportable la sequedad que le quemaba la boca cuando una a una iban cayendo sobre él las miradas de los presentes. Chocolates a medio comer, libros raídos, conchas marinas, piedras de río… Sus envíos parecían siempre fragmentos de un mercado de pulgas. Sabía que ese día no iba a ser la excepción. Muerto el cigarrillo apagó la radio y salió sin echar llave.

Iba por la calle, que a esa hora se presentaba bastante animada, con el paquete bien pegado a su cuerpo. Era frágil y le parecía inadmisible ser él el culpable de cualquier daño. Se esforzaba por mantenerlo derecho si bien sabía que una vez fuera de su vista sería tratado sin la menor consideración. El aguardiente anisado tenía que mantener su silueta de botella por lo menos hasta la oficina postal. A partir de ese momento todo dependería del azar. En el interior se agitaban también dos pepitas rojinegras. Eran las semillas de alguna flor tropical que había encontrado en su neurótico curiosear por mercadillos recoletos. Las dos pepitas viajaban cómodamente en una bolsa de cuero, curtida por los años de servicio.

En el correo, la rutina de siempre. Tomar un turno, esperar, abrir el paquete, ignorar amablemente los gestos entre burlones y condescendientes del funcionario, comprar los sellos, despachar el paquete y retirarse sonriente porque te están filmando y has de volver pronto. Lo que lo ayudaba a soportar la humillante ceremonia era su convicción inamovible de que los engañaba. Pagaba cumplidamente hasta el último centavo del franqueo, pero bajo cada estampilla embarcaba un beso polizón que descendería sin ser visto en los labios siempre frescos de Julia. Nunca podrían tasar eso. Así fundamentaba su superioridad. Siguió al milímetro la rutina y al salir se encontró de frente con el calor del medio día.

***

Desde su altillo de estudiante en exilio voluntario, Julia contemplaba el vuelo de las palomas,  sombras de escuadrones aéreos de antiguas guerras. El invierno era siempre así: mucho frío, pocos amigos, nada que hacer. La única distracción en aquellos meses, en los cuales su reducido círculo de conocidos se disgregaba en búsqueda de latitudes más cálidas, eran los envíos de su Gonzalo. Era él el único que sembraba vida en el casillero postal que colgaba de la puerta; él, y las grises cuentas y facturas que le recordaban que al fin y al cabo esa no era sino una cajita de metal de veinte por treinta. Antes, cuando vivían juntos, él había escogido la mesita de noche como el lugar donde plantar sus sorpresas. Gonzalo tenía el talento de regalar. Sabía darle el significado adecuado a cada regalo para hacerlo trascender del soso compromiso. Sin acceso al velador, por motivos clarísimos, le tocaba al correo ocupar ese terreno.

Cuando escuchó detenerse el camión del correo, se abalanzó a la ventana. En soledad el tiempo pasa sin prisa, y ese paquete ya se había hecho esperar demasiado. Perpendicularmente, lo miraba hacer al cartero. Una vez depositada la correspondencia en los casilleros, se descolgó escalera abajo en alas de la desesperación. Las mismas alas le sirvieron para subir de regreso y dejar el paquete sobre la mesa junto a la ventana. Lo arrugado del envoltorio no disonaba en lo más mínimo con el ceñudo mantel, parecían dos rostros amigos y ancianos bajo la veleidosa luz invernal.

Alzando el paquete en sus manos notó la costra de papel, aquella marca imborrable que los líquidos dejan sobre éste. Con precauciones quirúrgicas retiró el papel marrón tan conocido para ella, la caja de cartón presentaba las mismas huellas que el papel. El movimiento delataba ruiditos cristalinos que jugaban a las escondidas. Abrir la tapa fue la liberación, el alma encerrada se desprendió de ese cadáver de botella y el anís dio una caricia al olfato. Los restos de cristal, apertrechados al fondo de la caja, preparaban su defensa. Los dedos curiosos y delicados de Julia los vencieron, los fueron sacando uno a uno mientras su mente intentaba entender ese rompecabezas corto punzante. Unas puntas que no eran de vidrio se encontraron con sus dedos, era una tarjeta pequeña, la leyó, la tinta como acuarela dejaba adivinar una invitación a un brindis, tal vez las más dulces palabras de amor.

Todos los esfuerzos de Gonzalo de nada habían valido, la botella había colapsado y ya sólo quedaban escombros. Con ritmo casi litúrgico los removió hasta hallar algo seco y quebradizo que se pulverizó al tacto. La bolsa de cuero estaba a pocos centímetros y fue lo siguiente en salir. De su abertura manaban dos tallos, uno en acefalía por la imprudencia de Julia y el otro con una magnífica flor marchita. Los pétalos que habían sido rojos eran un coro de viejas que entonaban dulces cantos. Una constelación de pistilos coronaba el centro de aquella flor asesina que había sacrificado la botella para subsistir. Aquellas semillas le habían robado la vida al licor, l’eau-de-vie había sido secada hasta la última gota. Las flores habían bebido de la sangre de la botella. Ahora estaban todos muertos.

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