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28.3.11

El Hollywood: matinée en un cine porno

aminando con una mano en el bolsillo, como exprimiendo el sudor a las monedas, las conté una y otra vez. Me acerqué a la ventanilla con el paso firme que tantas veces camufla la inseguridad, deseoso de despachar cuanto antes ese momento, que mi timidez congénita volvía insoportablemente incómodo. De aquel agujero en la pared apareció una mano sin cuerpo ni rostro (pero que se revelaba femenina) y tuve que esperar a que comprara una bandeja de rosadas guayabas a la vendedora de faldas y guango indígenas. Una vez acabado ese intercambio di el paso último, aquel del que no me podía arrepentir, y coloqué mi dinero en el frontispicio del agujero. De nuevo aquella mano irrumpió en el sórdido teatrino –vidrio negro y tarjetas prepago- y tras tomar las monedas hizo mutis por el foro. Casi al instante se deslizó un boleto por el resquicio que dejaba aquel triste telón. Boleto en mano llegué a la puerta donde el controlador que leía el Extra cruzado de piernas bajo el misógino letrero de “Sólo caballeros” me lo retiró íntegro, listo para regresarlo a la boletería para que vuelva a ser expedido y posteriormente retirado por los siglos de los siglos amén.

Eran las doce del día pero la oscuridad ahí dentro era categórica. Medio torpón, empecé a buscar un asiento sin darle tiempo a mis ojos para acostumbrarse a la falta de luz. Una vez hubieron reaccionado, y con una idea más clara del entorno, encontré una fila vacía y me senté en el primer asiento. Las cabezas de los espectadores apenas sobresalían del respaldar de los asientos, en actitud de soldados atrincherados. Algunos inclusive fumaban, cagándose soberanamente en los neones que lo prohibían por favor. En la pantalla se proyectaba un popurrí del porno más artificial y ochentero, un portento de rubias melenudas y escenarios discotecoides. Todo este medley de videos terminó con la aparición de un presentador de noticias, él sí más moderno, que se alegraba porque las tragedias pronosticadas para el Y2K no llegaron a ocurrir (sic). Luego de la comprensible alegría del presentador, y para mayor sorpresa mía, salieron los créditos que incluían a un equipo de dos personas para la escritura y dirección para un compendio de variados videíllos porno (doble sic). Cuando hubieron desfilado todos los nombres en la pantalla (por lo numerosos, muy dignos hijos de novelista ruso) se apagó la pantalla y se prendieron las luces.

Con la luz llegó la incertidumbre. Las sombras planas de hacía un momento se colgaron bigotes y barbas y lentes y corbatas, y dibujaron una audiencia de hombres mayores y enternados. En mi inexperiencia pensé que la función habría acabado y me alistaba para salir (bastante decepcionado por cierto), pero al notar que nadie se movía decidí hacer lo propio. Como dije, la incertidumbre se instaló en la sala. Todos los asistentes fingían la mayor indiferencia, no movían la cabeza siquiera, como si el aire circundante fuera piel de mujer y estuviera en sus manos lastimarla. Muchos de ellos dormían profundamente. Para no desentonar adopté la misma actitud y empecé a estudiar la sala como podía. Fue ahí cuando noté que muchos de los presentes tenían el uniforme inconfundible de inocentes abuelitos de la Plaza Grande, que en vez de tomar su siesta a merced de lustrabotas choros y policías municipales que no tardarían en llamarlos alcohólicos y/o drogadictos al verlos dormir tan impúdicamente, se habían refugiado en la oscuridad y el endurecido cuero del cine, siempre más sutil que la piedra centenaria. Continuando con la inspección noté que el lugar pintaba el mismo mechón de canas que sus ocupantes, con su piso de madera gastada y sus butacas de cuero rojo y metal, incomodísimo patrimonio de los cines antiguos. La sala era grande; le calculé un aforo de 150 personas, lástima que mi ojímetro pierda el libreto tan a menudo; y sus paredes con ornamentos de estuco estaban pintadas de un amarillo oxidado, muy de oficina pública. A pesar de todo esto, y de lo que me había imaginado con anterioridad, debo decir que el lugar era muy limpio. La experticia del público presente los hacía esperar con calma a qué sabía yo qué, hasta que finalmente se apagaron las luces y el cinematógrafo empezó a andar. Fue cuando comprendí que las funciones eran continuas y uno podía permanecer en la sala cuanto tiempo desease.

En ese momento empezaba Sesso alla radio (Sexo en la radio) una película donde una casquivana locutora excita a sus oyentes contándoles historias subiditas de tono. La película, que duró más de dos horas, quemó todas sus naves en cuanto a argumento se refiere en los primeros dos minutos, cuando la más que decente locutora caminaba por Roma ceñida en un indiscreto top blanco y con los pezones al aire. Tras bajar las escalinatas de la Piazza di Spagna y causar el revuelo respectivo entre la muchachada que siempre se reúne ahí, llega a un teléfono público y suelta de golpe a través del auricular un: “Está bien, haré tu programa. Vas a ver como excito a todos por la radio.” En la escena siguiente se la ve a ella en una habitación que dice ser un estudio de radio, desvestida en encajes negros y con unos audífonos y un micrófono de operadora. El muy vago del director para ahorrarse la escritura de diálogos troca la narración de Miranda, porque así se llamaba la locutora, por las imágenes explícitas y ahí es cuando comienza lo porno. Todo cuanto ocurre en la película es producto de la calenturienta imaginación de Miranda, que cambia siempre de locación y narra indistintamente desde la habitación, desde un balcón, desde su cocina y hasta desde la ducha, bajo el agua y el jabón pero siempre con su micrófono. Los encuentros sexuales se alternan con vistas de la Ciudad Eterna y con el estribillo que repite siempre Miranda: “Un montón de cosas están por suceder.”. La sencilla historia que extiende, literalmente, hasta el orgasmo es la siguiente. La rubia tiene un esposo. Rubia no está contenta con su vida matrimonial ya que sospecha (y no sin fundamentos) que la engañan. Esposo en efecto, tiene una amante morocha. Morocha es amiga de Rubia, tan amiga que un día para amenizar una aburrida partida de cartas deciden que quien pierda será penetrada por un revólver. Las relaciones sexuales se van multiplicando, con sus participantes permutándose constantemente, hasta que un día aparece un pelado que nada tenía que ver con el triángulo amoroso, un outsider diría CEDATOS, pero que no era nuevo en la película porque ya se lo había visto con Miranda previamente. ¿Trastorno psicológico que lleva al paciente a confundir la realidad con la ficción? ¿Incompetencia del director que, rendido a su fetiche de los ménage à trois, no sabe cómo más ingresar un personaje a su pigmea historia? Usted decida. Miranda era muy ducha para no aburrir a sus fieles radioescuchas, por lo que se cuidaba de variar el menú e intercalar escenas cortas inconexas entre sí, y cuando se sentía particularmente feliz hacía durar estas antologías todo el tiempo del mundo.

Vale aclarar que para esas alturas este servidor ya se estaba cansando. El duro cuero no era tan acogedor y el popurrí de Miranda se estaba extendiendo más de la cuenta. Sección meramente funcional del filme, en la cual ya no había cómo reírse de las pésimas interpretaciones, aunque sí que habían gestos muy forzados, oh sí. De todas formas, desnudadas ya las preferencias sexuales del director, el final encuentro entre Esposo, Rubia y Morocha (y no a tomar el té) estaba cantado. Cogí mi maleta y sorteando una manada de estudiantes apenas quinceañeros atravesé la puerta que me dejó en la calle, frente a dos monjitas a quienes cedí el paso; siempre tan cortés.

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